Thanksgiving,
el feriado por excelencia en EEUU, tuvo un sabor agridulce esta vez. El día en
que se agradece a Dios por lo que se es y se tiene, quedó manchado por la
siempre latente sensación de que la justicia es discriminatoria y racista.
Bastó
que en jornadas previas al día de Acción de Gracias, un jurado no encontrara
pruebas suficientes para procesar a Darren Wilson, el policía blanco que en agosto
mató de varios disparos a Michael Brown, un joven negro residente de la ciudad
de Ferguson.
La
violencia que se produjo durante las protestas en muchas ciudades del país por
la bronca de que el asesinato de un negro quede impune otra vez, no cuestionan
la eficiencia de la justicia - en un país cuya grandeza está fundamentada en la
fortaleza de sus instituciones - sino en que la justicia y las leyes no se
apliquen a todos por igual.
Las
estadísticas refuerzan este sentimiento. Ferguson está compuesta por mayoría de
población afrodescendiente, sin embargo la policía, la justicia y las demás
instituciones públicas están conformadas y lideradas por blancos. A nivel país
los datos son más elocuentes sobre la aplicación desigual de las reglas. Los
negros conforman el 40% de la población carcelaria del país, mientras que
representan solo el 13% de la población total.
Más
allá de la desigualdad de la justicia que ven algunos o de su eficiencia por no
juzgar a nadie como chivo expiatorio según la visión de otros, lo trascendente
es que el caso Ferguson demuestra que se necesitan profundos cambios políticos para
neutralizar la discriminación, el racismo y la violencia.
La
situación de Ferguson se puede extrapolar a otras ciudades del país, así como
también a otros países latinoamericanos. En casi todas y todos se viven
situaciones similares de discriminación que la justicia no logra aplacar, como
las que padecen minorías étnicas, indígenas, inmigrantes y pobres. Debido a ese
eterno desconsuelo y desconfianza que causa una administración de justicia
desigual, América Latina se ha convertido en la mayor región del mundo con
casos de justicia por manos propias o linchamientos y con cantidad apabullante
de grupos parapoliciales o paramilitares incentivados por los propios estados
para operar al margen de la ley.
Un
estudio de la Universidad de Vanderbilt publicado esta semana no solo revela
que el crimen y la violencia representan la mayor amenaza para las democracias
latinoamericanas, sino que la confianza en la justicia (o la percepción de
injusticia) tocó fondo en este 2014.
El
Barómetro para las Américas de Vanderbilt, que mide los factores que generan
confianza y desconfianza para la convivencia social, remarca que la impunidad y
debilidad institucional de la justicia, son los aspectos que más potencian el
clima de inseguridad.
Si
bien se remarca la bonanza económica alcanzada en la región y que millones ya
no estén dentro del rubro de pobreza extrema, se muestra el pesimismo general
ante la sensación de inseguridad, un sentimiento que se fue acentuando en cada
año de la última década. En 2004 la preocupación máxima era el estado de la
economía, hoy es la violencia, el crimen y la impunidad. Los datos son fuertes:
Uno de cada tres homicidios en el mundo se comete en América Latina que tiene
la mayor tasa con 23 asesinatos cada 100 mil habitantes de promedio. En
Centroamérica esa tasa sube a 34.
La
violencia no solo genera estadísticas, sino miedo. El 40% de los
latinoamericanos indicó que teme ser asaltado o matado en la calle o en
transportes públicos, así como en sus propios barrios, donde asedian el
narcotráfico y las pandillas juveniles. Además, existe poca confianza en los
cuerpos policiales; en muchos países más cercanos a los delincuentes que a los
ciudadanos.
El
problema de esta cercanía con la violencia y la sensación de que la justicia y
la seguridad están de manos atadas, dispara los índices de percepción sobre
inseguridad, pero también provoca las olas migratorias de aquellos que escapan y
buscan lugares tranquilos y, sobre todo, más justos.
Así, EEUU, el otrora oasis económico del continente, pese a Ferguson y
sus problemas de seguridad, pero con índices manejables y una justicia todavía
desigual pero eficiente, se ha transformado en el lugar donde muchos vienen a
refugiarse. El mejor bienestar económico termina siendo una añadidura.