Latinoamérica nos tiene acostumbrados a contradicciones e hipocresías. A pocos días de terminada la XX Cumbre Iberoamericana en Mar del Plata, donde los líderes regionales firmaron una cláusula democrática, obligándose a denunciar y suspender cualquier gobierno que amenace la ruptura o alteración del orden institucional, el presidente Hugo Chávez desoyó la regla con la presentación de varias propuestas de ley que le permitirán gobernar sin Congreso ni prensa.
Faltaban sólo unas semanas para la incorporación a la Asamblea Legislativa de 67 diputados opositores democráticamente electos, cuando Chávez, arropado en su típico oportunismo autoritario, pidió carta blanca a sus propios legisladores para gobernar por decreto, amparándose en el agravamiento de la crisis social tras las inundaciones.
Los legisladores, en su mayoría oficialistas y serviles, ofrecieron a Chávez extender su auto disolución por dos años, uno más de lo que él había pedido, para que pueda mandar en forma autónoma como en 1999, 2001 y 2007. Finalmente le dieron 18 meses; en la práctica, se trata de un autogolpe, ya que además del suicidio legislativo, se está irrespetando la voluntad popular expresada en las elecciones de setiembre, cuando el 52% eligió una Asamblea más plural, que deberá asumir el 5 de enero.
Chávez necesita desequilibrar a los poderes del Estado y los contrapesos de la democracia para ejercer el autoritarismo. Así que, desarticulado el Congreso y con una Justicia subyugada, también neutralizó la fiscalización que hacen los medios y la que los ciudadanos ejercen a través del internet y las redes sociales.
De ahí que su “paquetazo” de leyes, que incluye entre otras aberraciones la suspensión de diputados que cambien de ideología o partido, restringe a los medios con la reforma de la Ley de Telecomunicaciones, mientras las adiciones a la Ley de Responsabilidad Social le sirven para censurar las informaciones y opiniones en Facebook y Twitter.
Lo de Chávez también es oportunismo calculado, porque aunque pareciera que se sube ahora a la ola reguladora mundial del internet por efecto de Wikileaks, su planes son anteriores. A principios de año, con la excusa de la crisis energética, trajo de Cuba a Ramiro Valdés, ministro de Informática y Comunicación, para diseñar una estrategia de represión de la red, similar a la del eficiente estilo cubano.
Es que Chávez sabe que para anular las movilizaciones de los universitarios no solo debe controlarlos físicamente, sino limitar sus expresiones en las redes sociales, como Twitter, de gran popularidad en el país, como se demostró en gigantescas protestas y debates que desde el jueves los usuarios armaron bajo el hashtag #SOSInternetVE, liderados por el cantante español Alejandro Sanz. En su paranoia conspirativa y temiendo que resultará difícil contener a los usuarios y sus mensajes, el gobierno está creando nuevas reglas que obligan a los proveedores de internet a restringir la difusión de información y acceso a portales que critiquen al gobierno, promuevan el desorden público o actos contra la seguridad nacional.
De la misma forma ataca a los medios tradicionales. A la presión ejercida contra Globovisión, de la que el gobierno ya se apropió un 20%, ahora la pretensión es cerrarla o reconvertirla. Las nuevas normas establecen criterios de propiedad y de operación más restrictivos que harán casi imposible que el presidente del canal, Guillermo Zuloaga, en proceso de asilo político en EEUU por falta de garantías, se mantenga como dueño.
Difícil será revertir la situación, porque así como se cerró RCTV en el 2007, a otras 34 radios y cinco canales de cable este año, Chávez siempre mantiene un halo de legalidad, aunque claro está, se trata de leyes a medida, dictadas por un Congreso prestado al autoritarismo e interpretadas por una justicia parcializada.
Desde el punto de vista democrático, la experiencia venezolana es catastrófica y en materia de libertad de prensa y expresión los retrocesos son irreversibles. Se avasalla no solo la libertad de los medios y periodistas, sino también el contenido de los mensajes personales, violándose la vida privada, la intimidad y la libertad individual.
Ante este panorama, cabe preguntarse si serán necesarias más pruebas y evidencias para que algún gobierno exija que se aplique la nueva cláusula democrática que todos abrazaron en Mar del Plata.