El mundo perdió a un grande
y yo a una referencia. Nunca estuve muy atento a sus predicciones celestiales sobre
si la Humanidad se extinguirá en 600 años, si Dios fue quien apretó el botón
del Big Bang o si lograría conciliar la relatividad de Albert Einstein con la energía
cuántica de los agujeros negros.
Mi referencia con Stephen
Hawking siempre fue mucho más terrenal; más empática con su sufrimiento que con
sus descubrimientos. Murió por la misma enfermedad incurable que sufrió mi
mamá, esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una dolencia degenerativa del
sistema nervioso.
Hawking fue inspiración y
esperanza. Con su carisma popularizó la ciencia como Carl Sagan y por su
intelecto compartió pedestal con Einstein, Newton, Galileo, Pitágoras y otros
científicos que hicieron historia. También fue esperanza para millones de
personas a las que les pronostican que sus vidas se apagarán en dos años o, con
suerte, en un par más. Misteriosamente, como el Universo, Hawking sobrevivió
más de 50 con la enfermedad.
El diagnóstico a mi mamá
también fue de dos años, pero vivió cinco. No por ello la enfermedad fue menos
cruel. Como un agujero negro, el ELA le fue chupando y consumiendo cada signo vital de su cuerpo. La dolencia
no sería tan brutal si no fuera que los pacientes tienen lucidez hasta el
último soplo de vida. Los pulmones colapsan tras una parálisis eslabonada que
empieza por los músculos de cada miembro, se extiende por el tronco y se
apodera hasta de las cuerdas vocales y los párpados.
Tal era la claridad mental de
mi mamá, que ya postrada, desde que su cuerpo había perdido la robustez para estar
en silla de ruedas, con un movimiento insistente de ojos le advertía a mi papá
que debía llamar a Miami o Madrid para saludar a uno de sus seis nietos en su cumpleaños.
Tuvo lucidez hasta un 10 de abril, día que sus pulmones colapsaron. Quisquillosa
como siempre, estoy convencido que aguantó hasta el día después del cumpleaños
de Sofía, su nieta, para no estropearle la celebración.
Me fue difícil soportar al ELA
en la comodidad de la distancia. Cada visita a su casa era una tortura al ver
como la vida de una persona enérgica y de fe irreductible se desvanecía progresivamente
sin esperanza. Todavía dudo si en el martirio de sus últimos días no habrá
flaqueado su mente y perdido la Fe.
El golpe mayor lo sufrí cuando
tuve que ir a ver a un neurólogo en el Hospital Palmetto de Miami para que
descifre el diagnóstico que los médicos no le habían querido comunicar a mis padres.
Después de contarle que ni médicos ni curanderos habían acertado con los
remedios para aliviar el entumecimiento de sus piernas, el neurólogo abrió el
sobre, ojeó y me dijo: “aquí está”. Señaló las siglas ELA escondidas en el
segundo párrafo, y sin la piedad de los médicos de mi mamá en Argentina,
sentenció: “Su madre tiene Lou Gehrig… le quedan dos años de vida”.
Sentí un baldazo de agua helada
sobre mi cabeza como el que se hizo viral en 2014 para crear conciencia sobre el
ELA. Debe haber sido la misma sensación que sintió mi mamá cuando mi papá le
dio la noticia y el aturdimiento helado que sintió Hawking cuando el médico le
vaticinó dos años de vida y “una derrota muy fuerte” contra una enfermedad
apocalíptica. Entonces, Hawking tenía 21 años y el mundo en sus manos: primera
novia, nueva universidad y toda una vida por delante para estudiar “el
matrimonio entre el espacio y el tiempo”, tal lo encarnó Eddie Redmayne en el
film “La Teoría del Todo”.
Desde aquel anuncio, hasta
sus 76 años, Hawking entendió que “alguien” le regaló vida. Creo que logró
sintetizar todos sus descubrimientos en una frase de científica humanidad: “El
Universo no sería gran cosa, si no fuera hogar de la gente a la que amas”. Enseñanzas
simples como estas y otras muy complejas, deberían inspirar a gobiernos e
instituciones a volcar más recursos para descubrir la cura del ELA.
Obviamente las distancias entre
el universo de Hawking y el de mi mamá son siderales, pero confluyen en un
agujero negro común. Ambos, en definitiva, creyeron que debe haber vida o una
razón más allá de las estrellas. Él, desde la complejidad científica, siempre
buscando descubrir al responsable del Big Bang y ella, desde la simpleza terrenal
de la Fe, nunca teniendo dudas sobre quién fue El responsable. trottiart@gmail.com