Ahora que Hugo Chávez ha salido de su operación en La Habana, no parece que el tema de la desinformación sobre su estado de salud ha cambiado. Comparto con ustedes, la columna que publiqué este fin de semana; a continuación:
La información anodina y sin precisiones de Hugo Chávez sobre el nuevo tumor cancerígeno que le extirparán en La Habana, calmó en algo los rumores, pero no las críticas sobre la irresponsabilidad de un gobierno que insiste en ocultar la verdad y desinformar sobre un asunto de elevado interés público como la salud del primer mandatario.
Una fuente fundamental de la propaganda es la desinformación intencionada, lo cual Chávez aprendió como táctica militar y perfeccionó en su acercamiento a Cuba. Los regímenes autoritarios basan su estabilidad en la lealtad y el culto a la personalidad, de ahí que la salud de Chávez o Fidel Castro, como antes la de Lenin, Mao, Hitler o de Kim Jong II, sean consideradas secreto de Estado; y sus cuerpos terminan embalsamados para la historia.
Chávez adquirió esos vicios por eternizarse en el poder y haber aprendido técnicas de propaganda que el gobierno cubano ensaya a diario para crear rumores, manipular información, controlar medios de comunicación y calcular los efectos del silencio. Por eso Chávez prefirió internarse en el sigilo de La Habana que exponerse a la transparencia que manejan las clínicas oncológicas de Brasil, como Lula da Silva y Fernando Lugo experimentaron.
Hay que hacer una diferencia entre Cuba y Venezuela. El caso de Chávez es más grave, por dos razones. Primero, porque tratándose de que no es un régimen impuesto por la fuerza sino ungido por los votos, incumple con las condiciones de rendición de cuentas y transparencia que exige la democracia. Y segundo, porque usa dineros de todos los venezolanos para crear en otros países sistemas de propaganda a su imagen y semejanza, como ocurre entre miembros de la Alianza Bolivariana para las Américas.
No es casual que en esos países, los responsables de la propaganda sean los que más han sobrevivido a los constantes cambios de gabinete, como Fernán Alvarado y Rosario Murillo, secretarios de Comunicación de Ecuador y Nicaragua; e Iván Canelas y Andrés Izarra, ministros de Comunicación de Bolivia y Venezuela.
Desinformar a nivel gubernamental se ha vuelto un vicio tan grande como hacer propaganda. Un caso patético es el de Argentina, donde las mediciones oficiales sobre pobreza e inflación son manipuladas y rara vez coinciden con las de consultoras privadas, a las que se prohíbe divulgar sus resultados. Otros gobiernos son aún más frontales, tomando represalias contra quienes denuncian actos de corrupción en la función pública, como le ocurrió en Ecuador a los autores del libro El Gran Hermano, sentenciados a pagar dos millones de dólares a favor del presidente Rafael Correa, por revelar la existencia de contratos fraudulentos y comprobados, entre el gobierno y su hermano.
En América Latina los gobiernos no solo son alérgicos a poner en manos de los ciudadanos la información que generan, sino que además tratan de entorpecer que los medios de comunicación lo hagan. Por eso existen más países con leyes de prensa para trabar la labor de los medios, que estados con legislaciones sobre transparencia y acceso a información pública que obliguen a oficinas y funcionarios a difundir los datos que se les solicitan. En muchos, como Argentina, Bolivia, Colombia, Costa Rica, Paraguay y Venezuela, los gobiernos se resisten a promulgar este tipo de leyes, como si los actos de administración de gobierno que los ciudadanos les han delegado, fueran asuntos privados.
Además de esta resistencia a la transparencia, en Latinoamérica no se escatiman esfuerzos para crear órganos de propaganda o para “decir la verdad que los medios callan”, como se excusó esta semana Evo Morales al inaugurar su programa de radio. También en Argentina, Ecuador, Nicaragua y Venezuela, esa misma excusa promovida hace tiempo por Hugo Chávez, ha servido a los gobiernos para expropiar o comprar medios o crear agencias de noticias que solo se utilizan como órganos de difusión partidaria y no como medios públicos al servicio de todos los sectores de la sociedad.
La desinformación y la propaganda gubernamental son tumores que carcomen a la democracia. Aunque combatir ese cáncer debería ser una tarea de todos, lamentablemente es un ejercicio que poco se practica a la hora de elegir o reelegir a los gobernantes.