Los canadienses comenzaron el año resueltos a alcanzar un mejor estándar de vida. Se propusieron hacer más actividad física, tener una dieta más balanceada y ganar horas de sueño.
Las resoluciones, como pude observar esta semana, fueron implantadas en la agenda pública por los medios de comunicación, sobre la base de estudios y encuestas que muestran que los canadienses están gordos, hacen poco ejercicio y no duermen lo suficiente. Y que si se demoran en modificar sus hábitos sedentarios, no solo comprometerán la expectativa de vida de las nuevas generaciones, sino que destruirán su hasta ahora eficiente sistema público de salud.
Este enero, Canadá adoptará los estándares de actividad física recomendados por la Organización Mundial de la Salud de 150 minutos a la semana para los adultos y de 60 minutos por día para los niños. No son objetivos muy altos - aunque hoy los alcanza solo el 12% de los niños y la mitad de los adultos - pero sí lo suficientemente importantes para combatir 24 enfermedades asociadas al sedentarismo y la obesidad, como la diabetes, hipertensión arterial, afecciones cardíacas y osteoporosis.
Con un 17.2% o 4,6 millones de obesos, Canadá no pareciera tener que preocuparse, como lo debieran estar EEUU, donde la gordura extrema es un problema mayúsculo y en aumento que afecta a un tercio de los niños; Europa, donde aumentó tres veces en las últimas dos décadas; y América Latina, donde gran parte de los 53 millones de obesos pertenece a familias de escasos ingresos, de acuerdo a cifras recientes de la Organización Panamericana de la Salud.
Es que al contrario de lo que se piensa, la gordura ya no es patrimonio de los países desarrollados o de los ricos. Incluso en EEUU, afecta más a los pobres y a las etnias más desventajadas como los afroamericanos y los hispanos, mientras que un 35% de obesos tiene ingresos menores a la línea de la pobreza. Chile es otro claro ejemplo de esta ecuación, ya que la mayoría de niños menores de 6 años con sobrepeso, pertenece a familias de escasos recursos, que consumen menos frutas y verduras, y más harinas y azúcares.
Los especialistas calculan que las probabilidades de los pobres a ser más obesos se deben a que solo acceden a 22 tipos de alimentos, carbohidratos en su mayoría; mientras que la dieta de los más ricos está compuesta por 250 clases, con mejor balance entre proteínas y calorías.
Justamente una dieta mejor balanceada, y la falta de ejercicio, aspectos que comprometen la suerte de las nuevas generaciones en América Latina, fue lo que alarmó a la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación. En 2010 estableció el número de sub nutridos en la región en 52 millones, no tan solo como efecto de la crisis económica, sino también de la obesidad infantil, territorio que Argentina lidera con 7.3% de niños obesos menores de 5 años, Brasil con uno de cada tres entre 5 y 9 años de edad y México con uno de cada cuatro, entre 5 a 11 años.
El problema de la obesidad en la niñez es tan grave que hasta la primera dama estadounidense dejó de preocuparse por las drogas y el tabaco como sus antecesoras. Michelle Obama inició el año pasado la campaña “A Moverse”, que pregona mayor actividad física en las escuelas, y menos gaseosas y golosinas, a cambio de jugos naturales y verduras. Por otro lado, en Australia, la Asociación Nacional de Medicina, convencida de que la mortandad por males relativos a la obesidad superará pronto a la del cigarrillo, propuso la divulgación de publicidad grosera que muestre órganos dañados y gente tomando grasa líquida para disuadir a los niños a abandonar la comida “chatarra” y adoptar nuevos hábitos alimenticios.
Esta demostración de muchos países por atacar el sedentarismo y la obesidad con políticas públicas o con resoluciones sociales al estilo Canadá, bien pueden servir de incentivo para que los gobiernos latinoamericanos, no ajenos a esta epidemia moderna, consideren hacer de la educación alimentaria un tema tan prioritario como la lucha contra el hambre y la pobreza. En definitiva, las dos caras de la misma moneda.