
La percepción de su liderazgo
ya era soberbia, pero saltará por los cielos después de este viaje. En una encuesta
anterior del New York Times, la mayoría lo reconocía como líder moral más allá
de su jefatura en la Iglesia Católica, mientras que otra del Pew Center destacaba
su popularidad entre el 75% de los protestantes y el 68% de los que no profesan
religiones.
Su buena aura deviene de
varias virtudes: Actúa como predica y combina como nadie la espiritualidad con
la política. Equilibra a la perfección ideas con acciones. Desde acelerar los procesos
de nulidad del matrimonio hasta pedir perdón para las mujeres que abortan; o desde
pedir por la pacificación de Colombia en Cuba, hasta renegar de la “cultura del
descarte” y pedir la prohibición de armas nucleares a la asamblea general de
Naciones Unidas.
Nadie es indiferente o
totalmente crítico con su mensaje. Desde ópticas tan diferentes como la de Raúl
Castro, los legisladores estadounidenses o los líderes en la ONU que le
escucharon su reclamo por “techo, trabajo y tierra”, todos se sienten incluidos.
Toman, eso sí, lo que les beneficia y desechan lo que les perjudica.
En este viaje, a diferencia
de otros, Francisco pareció que desde su desembarco en La Habana y en
Washington prefería abocarse a buscar a la oveja descarriada que ahuyentar a
los lobos disfrazados de corderos.
Esquivó ante los Castro ser
directo contra la dictadura militar más longeva, así como en el Congreso
estadounidense evitó criticar al capitalismo como en su previo viaje por
Bolivia y Ecuador. En La Habana prefirió hablar de la revolución de la misericordia
y que el Estado debe servir a las personas y no a las ideologías. En el Congreso
estadounidense se honró de estar en la “tierra de los libres y el hogar de los
valientes”, como reza el himno nacional, pero llamó a la unidad y la tolerancia,
algo que escasea entre demócratas y republicanos.
Desde ese Congreso no habló solo
para EEUU, sino al mundo. Apeló a la responsabilidad de los políticos por el
bien común, con un mensaje que sirvió tanto para los cubanos aferrados al poder
como para los estadounidenses dominados por la polarización. Les dejó dos
frases perfectas: “Un buen político opta siempre por generar procesos, más que
ocupar espacios” y “hay que evitar el reduccionismo simplista que divide la
realidad en buenos y malos; entre justos y pecadores”.
Como sucede en cada viaje, cada
quien hizo uso selectivo de sus frases. Raúl y Fidel Castro creyeron escuchar
que la inclusión era la de Cuba en el mundo y no la que pidió Francisco, la de
los disidentes en su propia Cuba. Y entre legisladores estadounidenses, los
demócratas aplaudieron a rabiar el mensaje sobre el control de armas, los
inmigrantes y la ecología; mientras los republicanos se regocijaron con la
defensa de la clase media, la familia y la condena del aborto.
Pese a su diplomacia,
Francisco cosechó críticas, ya sea por su desaprobación a la pena de muerte o a
las guerras para dirimir conflictos. También porque fue demasiado bueno con la
tiranía de los Castro, que desde hace 56 años se ha autoproclamado propietaria
del libre albedrío de los cubanos.
Francisco tampoco dejó de
lado su prédica a favor de la revolución interna. Reiteró a sus obispos y curas
que dejen de encubrir la vergüenza de la pederastia, la necesidad de salir al
encuentro de la gente para evangelizar en la calle a preferir la comodidad de
los templos y a no descuidar a los más vulnerables, refugiados e inmigrantes.
Más líder moral y humanitario
de todos que pastoral o religioso para los católicos, la importancia de Francisco
se debe a que se encumbró como faro que alumbra y que ayuda a distinguir lo malo
de lo bueno. Su popularidad y prestigio deviene por desafiar a todos con un mensaje
simple, compasivo y predicar con el ejemplo. Algo que rápidamente encandila,
desde que las palabras y las acciones de la mayoría de los líderes del mundo
entero están cada vez más desprestigiadas.