En EE.UU. se vive un alto
grado de optimismo sobre la popularidad del soccer, pese a ser eliminado en
Brasil y a que el arquero Tim Howard fue su máxima figura por atajar 16
casi-goles a los belgas. Ese récord dejó al descubierto la pobreza futbolística
de un país que en otros deportes y olimpíadas siempre es protagonista, disputa
finales y viste de oro.
Para cualquier país
futbolero, la derrota desmoraliza, duele, enerva. En EE.UU. el fracaso no dolió
porque el fútbol todavía es cenicienta, a leguas de distancia del béisbol, el
básquet y del rudo football americano.
El optimismo actual está
atado al furor por el Mundial, pero habrá que ver que pasará después. Ahora, la
excitación quedó reflejada en fiestas masivas en cada ciudad; en las audiencias
estratosféricas de ESPN y Univisión que superaron a las de la reciente final de
la NBA; en el ruido estruendoso de las redes sociales que obligaron a los
medios a no ignorar al fútbol como en mundiales pasados; en la venta récord de entradas
a fanáticos con las que se superó a todos los países, un éxito que la Fifa ensayó
y aspira trasladar a India y China, sus otros mercados en mente.
Creo que ese optimismo por
el soccer es exagerado, más producto de la excitación del mercadeo que de una vocación
futbolera genuina. Seguramente, acabado el Mundial, los ratings televisivos de la
Liga Mayor de Soccer (MLS) serán los de siempre, casi inexistentes como los de
la liga de básquet femenino, los anunciantes darán menos apoyo y los hispanos
seguirán siendo la mayor presencia en los estadios.
Al fútbol le cuesta penetrar
y ser parte de la cultura deportiva gringa, la que en definitiva mueve el
mercado. La MLS tiene culpas. Sigue con una fórmula poco efectiva o muy cosmética,
la de importar estrellas, que no llegan para irradiar luz, sino a consumir sus
últimos destellos antes de apagarse para siempre. Puede que al principio,
convoquen más gente a los estadios, pero poco sucede después tras la curiosidad
inicial. Así pasó con Pelé, Franz Beckenbauer, Johan Cruyff, Carlos Valderrama,
Hristo Stoichkov, Roberto Donadoni, Lottar Mathaus, Denilson, David Beckham, y
seguirá ocurriendo con las dos contrataciones estelares para esta temporada, el
español David Villa y el brasilero Kaká.
El problema es que se quiere
aplicar al soccer las recetas de otros deportes que se desarrollan en la
escuela y la universidad. En ese fútbol tan estructurado y falto de
espontaneidad que ya practican más de seis millones de jovencitos
estadounidenses, difícilmente puedan aparecer los Messi y los Neymar. Es que se
enseña a los chicos tácticas y estrategias de equipo, cuando en sus primeros años,
como bien lo explotan en La Masia del Barcelona o en la De Toekomst del Ajax, a
los niños no se les limitan ni los jueguitos ni la creatividad individual. El
lema es que el fútbol sea alegría y diversión; ya habrá tiempo para todo lo
demás.
El soccer puede aprender la
receta de los demás deportes. Sus grandes estrellas como Lebron, Kobe o Alex
Rodríguez solo fueron moldeadas por equipos profesionales, pero brotaron del
juego espontáneo que de niños disfrutaron en las esquinas, estacionamientos y
recovecos del barrio; así como los futbolistas brasileños y argentinos se crearon
y expandieron desde calles, baldíos y potreros.
La Liga Mayor de Soccer tendría
mayor éxito si además de contratar estrellas fugaces, obligaría a sus clubes
abrir escuelitas y semilleros propios. De ahí la importancia del experimento
que David Beckham quiere traer a Miami si la Liga le autoriza fundar un club y
la ciudad le da el espacio para levantar un estadio. Es que Beckham, más que atracción
y contagio mercantil, es dueño de una prestigiosa academia infantil que no solo
entrena, sino que crea ese tipo de cultura futbolística que primero se alcanza
con la diversión y sencillez.