Las protestas y vigilias anti
Donald Trump que explotaron en varias ciudades y universidades estadounidenses,
demuestran la fuerte arrogancia política y división que se experimenta en el
país, acentuada por el vicioso proceso electoral.
El eslogan de las protestas demócratas
“No es mi presidente”, que reniega
del divisionismo encarnado por Trump y de un sistema electoral que venció al voto
popular, también desnuda la intolerancia y el irrespeto de una multitud hacia la
otra mitad del país que votó o piensa distinto.
Los políticos son los
culpables de incentivar esa arrogancia. El arte del debate de las ideas ha sido
suplantado por la descalificación personal y la estigmatización del oponente. Cualquiera
otra opción es considerada apocalipsis seguro. Sin dudas que el discurso
incendiario de Trump ha cosechado el resentimiento y el rencor que sembró. Pero
esas llamas también fueron azuzadas por Hillary Clinton y Barack Obama, pese a
que luego pidieron respetar los resultados y apoyar la transición.
La arrogancia de la multitud
no es casual. Después de consumir discursos de odio, insultos y acusaciones de
corrupción que se prodigaron los candidatos entre sí por largos meses, no se puede
pretender que el público haga borrón y cuenta nueva, como lo insinuaron Trump y Obama en la Casa
Blanca, donde se dispensaron elogios, minutos después de que se sacaran los ojos.
La hipocresía que es natural
a la política como los colores al camaleón, no es norma entre la multitud. Estas,
cuando se las azuza crean anticuerpos y prejuicios, auto induciéndose a creer
que sus ideas son superiores a las del grupo contrario. De ahí que la despiadada
campaña electoral, amplificada por los medios y las redes sociales, creara una fuerte
polarización, en la que ambos grupos se sintieron en lo “políticamente
correcto” y con el derecho a imponer sus ideas, aun a costa de denigrar al que
pensara diferente.
Si bien las redes sociales
han democratizado la comunicación, también incentivan una intolerancia salvaje.
Algunos de palabras fuertes tratan de imponer su voluntad mediante el bullying
y el insulto; otros, por miedo a la estigmatización, prefieren esconder sus
sentimientos. Muchos, además, no se dan cuenta que la realidad que experimentan
en Facebook no es real; está condicionada por los que “likes” y amigos que se
escogen con opiniones similares a las propias. Los tres grupos quedaron evidentes
en esta campaña electoral.
Beyoncé, Maryl Streep o
Lebron James tampoco ayudaron a morigerar las divisiones. Los líderes demócratas
quedaron alucinados por los llamados de estas estrellas a enterrar a Trump y
por causas nobles, como los temas ecológicos y de género. Pero fue evidente que
las celebridades fueron insensibles al problema real que aqueja a la gente
común, bolsillos cada vez más flacos. Trump, en cambio, tiró contra los
políticos, pero apuntando a la clase trabajadora, esa que pedía cambios y reniega
del establishment. El Aprendiz se mostró mejor enfocado que sus colegas
célebres.
A la prensa también hay que
culparla por haber azuzado la arrogancia. Pro liberal y anti conservadora, el
periodismo endiosó a Hillary e incineró a Trump. No es malo que 500 medios se hayan
expresado a favor de Hillary, pero fue injustificable que muchos hicieran activismo
en contra de Trump.
Por ese activismo, los
medios no fiscalizaron las encuestas, pese a que el Brexit inglés invitaba a la
revisión de los métodos. Desdeñaron la conversación en las redes, donde Trump
cosechó más euforias que Hillary. Y desacreditaron las denuncias de Wikileaks
sobre el favoritismo demócrata por Hillary, cuando años antes legitimaron sin
tapujos las denuncias de Assange contra el gobierno de Bush.
Lo más terrible, es que los
medios se quedaron en su zona de confort, reflejando la conversación de las grandes urbes costeras,
pero olvidándose de los que viven en las zonas rurales y periferias. Un
periodismo más equilibrado y certero hubiera contenido a esa multitud que ahora
cree que le han robado los resultados y sus sueños.
Avivar la arrogancia, ya sea
a propósito o involuntariamente, genera intolerancia y autocensura, dos
elementos contrarios a la libertad de expresión. Los políticos y periodistas,
custodios naturales de esta libertad, deberían ser los primeros en dar el
ejemplo. trottiart@gmail.com