Atribulada por la corrupción galopante, las protestas sociales y la caída
precipitosa de popularidad, Dilma Rousseff se desdibujó como la heroína que podía
catapultar el papel de la mujer brasileña a otras alturas.
Su historia de joven revolucionaria, sufrida por las torturas y
conquistadora de multitudes, era buen precedente, pero ahora resulta
insuficiente. A no ser que revolucione con leyes anticorrupción más estrictas y
encarcele a todos los corruptos que deambulan la órbita del poder, Dilma difícilmente
podrá reivindicarse como líder y a su género.
Una lástima. La trituradora de la política ha debilitado su liderazgo en
la lucha contra la violencia de género. Como en muchos otros países, tal el
caso de Guatemala, India y México, donde los feminicidios son cosa de todos los
días, Brasil tampoco es paraíso para las mujeres. Cada 90 minutos una es víctima
de violencia.
Todo esto, pese a que semanas atrás, cuando Madonna denunciaba a capa
y espada que “las mujeres seguimos siendo el grupo más marginal” y que “los
derechos de los gais han progresado más” que el de las mujeres, en Brasil se
aprobaba una ley importante, que considera un agravante el homicidio por
violencia de género, elevando las penas a 30 años de cárcel.
Madonna, más allá de las controversias que desata, es una de estas
supermujeres que constantemente reivindica el papel de sus pares en la sociedad.
Pero no todas lo pueden hacer como ella desde posiciones privilegiadas. Muchas
lo hacen como amas de casa o madres, para quienes no hay premios ni
reconocimientos; como monjas de clausura incomprendidas; o como periodistas,
científicas o ejecutivas con mayor capacidad que los hombres, pero por menos
paga, como lo reclamó ovacionada la actriz Patricia Arquette en la gala de los premios
Oscar.
Confieso que no me generan tanta admiración una ejecutiva o una premio
Nobel como aquellas más vulnerables que se exponen a las arbitrariedades. Como
una refugiada que deja todo con tal de salvar a sus hijos de una guerra; como
la ama de casa pobre que con esfuerzo cose para afuera; como aquella que sigue
los pasos de la Madre Teresa a favor de pobres y enfermos; o como Dilma y
tantas otras, que no tuvieron más remedio que sobreponerse a su desgraciado destino
y pelear contra la opresión.
Muchas son las heroínas que se la juegan a diario. Cinco de ellas
están en China, todavía encarceladas desde que el 8 de marzo, Día Internacional
de la Mujer, quisieron lanzar una campaña con folletos y pegatinas en contra
del acoso sexual en el transporte público. Las procesaron acusándolas de
“provocar disturbios”, cuando solo pretendían crear conciencia pública sobre
este tipo de abusos que en India, y en varias ciudades de Latinoamérica, suelen
alcanzar el grado de violación y asesinato. La desproporción de fuerzas fue un
mensaje. Las autoridades quisieron silenciar a una minoría política que busca crear
una ley contra la violencia doméstica y el acoso sexual, y evitar así que la
mala imagen de China se propague por doquier.
En América Latina también existen supermujeres que deben luchar contra
la opresión diaria. Una de ellas es la periodista cubana Yoani Sánchez cuya
imagen humilde y frágil a primera vista, esconde la determinación y valentía con
la que se opuso al régimen castrista, combatió la censura y se sobrepuso a los
golpes y al desprestigio cotidiano. Una heroína que se abrió paso con su pluma
y sus gritos por libertad en su blog Generación Y y en 14ymedio, el primer
diario digital estructurado e independiente.
Cuando uno da nombres y ejemplos, corre el riesgo de omitir muchos. En
mi caso sería injusto que no reconociera a quien considero mis dos
supermujeres, quienes más me han influenciado y que hicieron y hacen una
diferencia en mi mundo: Mi madre y mi esposa.