Existen dos tipos de libertad, la propia y la ajena. Una es la que
gerenciamos y depende estrictamente de nuestra conciencia y de las decisiones
que tomamos. Podemos estar presos en una celda de máxima seguridad, pero
mentalmente libres.
La otra libertad no depende de nosotros. Un dictador cubano puede cerrar
su país o una decisión macroeconómica, como la guerra tarifaria emprendida por
Donald Trump, puede oprimir nuestro libre albedrío, al ponernos de frente a tomar
decisiones de bolsillo para la que no estamos preparados o no tenemos el
conocimiento adecuado.
Esta dualidad de la libertad nos enfrenta a una
paradoja constante: somos dueños de nuestro mundo interior, pero vulnerables a
las fuerzas externas que lo modelan.
La libertad propia, esa fortaleza mental que reside en la conciencia, nos
permite resistir la opresión y encontrar paz en medio del caos. Sin embargo, la
libertad ajena, esa esfera de influencia que escapa a nuestro control, nos
recuerda nuestra fragilidad. Los sistemas políticos, económicos y sociales, con
sus fluctuaciones impredecibles e incertidumbre, limitan nuestras opciones y
condicionan nuestro bienestar.
En mi nueva novela, “Robots con Alma: atrapados entre
la verdad y la libertad” (lista para publicarse) investigo y planteo sobre esta
dualidad que las máquinas no sufren. Mejor dicho, no sufrían, hasta que a Dios
se le ocurrió dotar de alma y conciencia a los robots. A partir de ahí, lo que
parecía un regalo, fue una condena: los robots con alma deben aprender a abrazar la ironía de ser libres y estar encadenados
al mismo tiempo.