Hace rato que la democracia
dejó de ser real en Venezuela; solo existe en apariencias. El régimen de
Nicolás Maduro mantiene los procesos electorales y se aferra a su discurso antiimperialista
para distraer la atención sobre la creciente inestabilidad.
Con elecciones y retórica,
sin embargo, no le alcanza para esconder lo obvio: Violaciones sistemáticas a
los derechos humanos, Congreso inoperante, Justicia incautada y opresión de las
libertades políticas y de expresión; todo esto sumado a la desorientación del
venezolano que se ve cada vez más reflejado en la miseria cubana.
Pese a todo, Maduro, así
como su antecesor, se las ha ingeniado para comprar silencio. Generó censura y
autocensura a fuerza de denunciar conspiraciones y golpes de Estado. Es que el
silencio es para el chavismo parte esencial de su política de comunicación.
Quienes desafían al régimen a nivel interno terminan golpeados, perseguidos,
encarcelados y hasta denunciados y controlados por las milicias populares.
Hacia afuera, su dispendiosa generosidad petrolera le ganó aliados, mientras el
Alba, Unasur, Celac y Petro Caribe, organismos creados a imagen y semejanza, le
sirvieron de autodefensa.
Muy pocos se atreven a
criticar abiertamente a Maduro por estas razones, las mismas que supo aupar
Fidel Castro por más de medio siglo. Pero está visto que Maduro no es Hugo
Chávez ni Raúl es Fidel, de ahí que hasta los intelectuales de izquierda estén
cautos y a la expectativa de lo que pase. Todos pueden celebrar cierta retórica
antiyanqui, como la disparó en estos días el presidente ecuatoriano Rafael
Correa, pero nadie puede justificar que los alcaldes opositores Leopoldo López,
Antonio Ledesma y Daniel Ceballos sigan presos por rebelión y conspiración.
Los ruidos en contra de
Maduro son cada vez más fuertes. Esta semana cosechó varios de importancia,
como la del premio Nobel, Mario Vargas Llosa, quien arremetió contra los
gobiernos más democráticos de la región, por guardar el mismo silencio que
aquellos aliados del chavismo. Pero la voz más decidida surgió en España,
cuando Felipe González anunció que asumía la defensa de López y Ledezma.
La decisión de González
apareció en el momento justo. Desorientó a Maduro que por semanas ya venía
construyendo toda una batahola contra el gobierno de Barack Obama tras haber
sancionado a siete autoridades venezolanas por violación a los derechos
humanos. Ingenioso con las palabras rimbombantes, Maduro aprovechó el “bad
timing” de EEUU para petardear el protagonismo que Obama y Castro tendrían en
la próxima Cumbre de las Américas en Panamá, después de que ambos países
reiniciaron las relaciones diplomáticas.
Además de desencajar a
Maduro, lo de González sirvió para marcarle la cancha a los gobernantes
latinoamericanos y crearle, al menos, cierta vergüenza pública por no criticar
el totalitarismo cada vez más arraigado en Venezuela. Y pese a que el ex
presidente colombiano, Ernesto Samper, ahora al frente del Unasur, siga
criticando a EEUU por su injerencia en asuntos internos, todo gobernante sabe
que las violaciones a los derechos humanos deben denunciarse aquí y en la
china, porque escapan a temas de soberanía nacional como lo indican los
tratados internacionales.
Es por demás sabido que
EEUU, con sus políticas expresas y sus omisiones, es responsable de muchos
desmanes así como de grandes avances en América Latina. Pero en este caso de
las sanciones, es innegable que se ha convertido en una gran voz y la única de
un gobierno en ejercicio para criticar y actuar en contra de los violadores de
derechos humanos. Y aunque ahora el proceso parezca tortuoso, en el futuro,
cuando se lea la historia, se podrá diferenciar a quienes quedaron callados de
los que sintieron la responsabilidad de denunciar.
Además de lo meritorio por asumir la defensa de presos políticos, lo de González es relevante porque ilumina el deterioro democrático de Venezuela. Anima a muchos a salir al ruedo; pero, principalmente, aísla aún más a Maduro, que había aprovechado las sanciones de Obama para retomar las banderas del nacionalismo, realizar ejercicios militares y, lo más peligroso, legislar de espaldas al Congreso mediante una “ley habilitante antiimperialista” con la que volverá a limitar a la Justicia y controlar todavía más a los ciudadanos venezolanos.