La última vez que América
Latina había resonado fuerte en la Asamblea de Naciones Unidas fue cuando Hugo
Chávez comparó a George Bush con el diablo, época en que la verborragia sarcástica
suplantaba a la diplomacia.
Esta semana América Latina sonó
más fina que nunca, más seria, menos complicada. El presidente Juan Manuel
Santos hizo el anuncio más resonante con el anuncio del acuerdo definitivo de
paz, el que fue esquivo por más de dos décadas. Lo hizo con todo el simbolismo
posible, el 21 de setiembre, cuando el sur abraza la nueva vida con el inicio
de la primavera y el mundo celebra el Día Internacional de La Paz.
Se descuenta que en el
plebiscito del 2 de octubre los colombianos refrendarán el acuerdo definitivo;
aunque los más realistas saben que no se debe cantar gloria antes de victoria.
El sorpresivo Brexit que sacó a los ingleses de la Unión Europea en su último referendo,
invita a la precaución.
El optimismo de Santos va
más allá de la paz, que es mucho más que menos violencia. Sabe que la “nueva
Colombia” genera más confianza, cualidad clave que ofrece más progreso, dándole
la "bienvenida a la inversión, al comercio y al turismo”.
Mauricio Macri también
apuntó a un país diferente, más serio y confiable. Comparte con Santos el objetivo de generar
confianza para atraer inversiones y progreso. No dejó de lado el reclamo de sus
antecesores por la soberanía de las Islas Malvinas, aunque lo hizo con menos
decibeles, más diplomático y con algunos errores, al interpretar que los
ingleses habían consentido incluir el tema de la soberanía en las nuevas
conversaciones.
Eso no ocurrió y
probablemente cuando eso suceda, tal lo piden las resoluciones de la ONU que
Gran Bretaña no acata, Macri será historia. Sin embargo, en el ínterin, dio buenas
señales de que prefiere el diálogo a los gritos, a sabiendas que ante la quinta
potencia del mundo, la confrontación y los boicots solo provocarán espantar
inversores y cerrar las puertas a otros negocios redituables.
Brasil, por otra parte, que
en otras asambleas brilló por su ataque frontal a la pobreza, así como por hacer
honor al lema de su bandera, orden y progreso, tuvo poco de que vanagloriarse, a
excepción de sumarse a los esfuerzos de la región para combatir el
calentamiento global, el terrorismo y el narcotráfico.
A Brasil el progreso le
resulta esquivo y el mamarracho de la corrupción le generó desorden. Pese a que
Michel Temer insistió en que la destitución de su antecesora tuvo todos los
resortes republicanos, varios gobiernos latinoamericanos se ausentaron del
recinto por considerar que se trató de un burdo golpe de Estado.
La destitución de Dilma
Rousseff puede interpretarse según la ideología con que se la mire, pero lo que
sorprendió fue la hipocresía de aquellos gobiernos que desairaron al brasileño:
Cuba, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela países que poco pueden ofrecer en
materia democrática.
Cuba sigue siendo una
dictadura militar. Venezuela se encamina a ello, más cuando esta semana el
Consejo Electoral postergó la posibilidad de hacer este año un referendo
revocatorio, logrando atornillar a Nicolás Maduro hasta el 2019. En Nicaragua los
Ortega están pasando debajo del radar, pero ya se convirtieron en una dictadura
unifamiliar. En Ecuador, Rafael Correa desbarató a la oposición y a las
instituciones para consolidarse en el poder, mientras que en Bolivia, Evo
Morales insiste con la reelección dándole la espalda a los resultados de un
referendo popular que le prohíben postularse.
Por suerte, a diferencia de
otras veces cuando los violadores de derechos humanos se salían con la suya,
esta vez en la asamblea de la ONU, Maduro fue criticado por Argentina, Panamá y
Perú. La denuncia más elocuente fue del presidente peruano, Pedro Pablo
Kuczynski. Al referirse a Maduro, reclamó que la “plena vigencia de la
democracia requiere el pleno respeto a los derechos humanos, así como la
separación y equilibrio de poderes”. Demandó un diálogo urgente para evitar
consecuencias inimaginables.
Ojalá los mejores aires en
Latinoamérica no sean pasajeros como tantas otras veces. Las “décadas ganadas”
que algunos populistas reclaman, no dejaron más que instituciones políticas
derruidas, desconfianza y decadencia. Es hora de reconstruir la confianza. trottiart@gmail.com