La VII Cumbre de las Américas que terminó este sábado en Panamá tal
vez no arrojó éxitos resonantes, pero puso en evidencia el nuevo y saludable papel
que podrían jugar a futuro los expresidentes latinoamericanos: Fiscales de la
democracia.
No todos los expresidentes tienen la altura moral necesaria. Muchos están presos o fueron cuestionados
por abusos de poder y corrupción. Varios son oportunistas y utilizan la ocasión
para seguir fulgurando en el vasto firmamento de la política. Algunos, como el
panameño Ricardo Martnelli, se auto exiliaron para evitar la cárcel; y otros,
que pronto dejarán el cargo, están desesperados en busca de blindajes para evitar
los tribunales, como el caso de Cristina Kirchner. Tampoco se augura buen
futuro para presidentes reelegidos como Michel Bachelet y Dilma Rousseff, a
juzgar por los casos resonantes de corrupción que las envuelven.
Pero lo cierto es que por primera vez en una Cumbre, un grupo de exmandatarios,
que responden a distintas tendencias e ideologías, se unieron en torno a una
causa común: La defensa de la democracia en Venezuela.
Los atropellos a la democracia no son nuevos en el país petrolero,
pero es la primera vez que en un escenario de jerarquía política se le acusa a Nicolás
Maduro de no cumplir con los mínimos estándares internacionales: Falta de
independencia de la Justicia, censura a medios de comunicación y elecciones
“justas y libres” son los pecados. Está comprobado que el chavismo siempre usó
a la Justicia para perseguir a opositores y críticos, hostigar a periodistas y amañar
elecciones.
Los 23 expresidentes latinoamericanos y dos españoles, entre ellos, Alvaro
Uribe, Felipe Calderón, Vicente Fox, Sebastián Piñera, Felipe González y José
María Aznar, reclamaron en su documento por la liberación de los presos
políticos, en especial por los casos más conocidos, como el de los alcaldes
opositores, Leopoldo López y Antonio Ledezma, que se han convertido en la
imagen más visible de la opresión del gobierno de Maduro.
Pese a lo positivo y noble de la actitud política, se debe aclarar que
se trata solo de un gesto, pero no de un acto de gobierno, como la comunidad
internacional viene pidiendo. De ahí las críticas que se le hicieron al
secretario general de la OEA, ahora en retirada, José Miguel Insulza, por
haberse comportado muy insulso e indiferente ante jefes de Estado tan
avasallantes como Maduro o su antecesor.
Unas críticas fundamentadas que también se hacen a los gobiernos
actuales que parecen mirar de costado cuando se viola la Carta Interamericana
Democrática, un documento consensuado años atrás y que los obliga a responder
con decisión cuando se violan preceptos democráticos en cualquier país.
Se trata de un silencio cómplice del que también formaron parte los
exmandatarios que hoy son fiscales de la democracia. Uno se pregunta ¿por qué
no reaccionaron con la misma vehemencia cuando el chavismo cometía los mismos
abusos mientras ellos eran gobiernos? ¿Por qué callaron por décadas sobre las
permanentes violaciones a los derechos humanos del régimen de los hermanos
Castro?
No hubo respuestas concretas a una Carta Democrática que reclama que la
defensa de la democracia sea una postura de Estado, de gobierno, no de
expresidentes. Existe en todo esto, además, mucha hipocresía. En especial cuando
se observa cómo desde todos los sectores le llovieron críticas al gobierno de Barack
Obama, que lejos de solo expresar repudio a las violaciones de los derechos
humanos en Venezuela, tomó acción, sancionando a siete funcionarios por los
asesinatos impunes de varios estudiantes venezolanos durante las escaramuzas
del año pasado.
En realidad, el gobierno de Barack Obama es, por ahora, el único que
no puede ser señalado de complicidad por omisión sobre los abusos de Maduro.
Esto, pese a que Maduro lo tilde de injerencista y de entrometerse en asuntos
internos, tratando de desviar la atención con un giro propagandístico que
incluye 10 millones de firmas para rechazar la actitud del gobierno
estadounidense.