La era
digital conlleva grandes desafíos. El más impensado es que ha metido de cabeza
a las empresas privadas a resolver guerras, conflictos y terrorismo, un campo
que antes era exclusivo de gobiernos y estados enfrentados.
Google,
Facebook, YouTube y Twitter están cada vez más acorraladas. Tras los ataques
del Estado Islámico en París y San Bernardino, el gobierno de Barack Obama les
está exigiendo más compromiso para que sus plataformas tecnológicas no sean
usadas por los terroristas para propagar su odio, reclutar voluntades y organizar
atentados.
El
reclamo, también instalado en la campaña electoral por Hillary Clinton y Donald
Trump, parece loable y patriótico, aunque esconde muchas complejidades. La
principal es que impone a las compañías privadas una actitud de policía que no
tienen.
Si
estas compañías no resisten, corren el riesgo de perder independencia, lo que
carcomerá la confianza del público. También perderán negocios en el extranjero
por el temor de que sus productos estén infiltrados por la vigilancia del
gobierno estadounidense. Especialmente, les lloverán pedidos similares de
gobiernos no tan democráticos, que bajo la excusa de perseguir a terroristas,
usarán la información para marginar a sus opositores.
Obama
pidió a las empresas digitales que combatan al terrorismo con la misma fuerza
que a la pornografía infantil y que dejen de desarrollar tecnología para
encriptación de mensajes, para que la información sea más permeable para las
agencias de seguridad.
Las
tecnológicas han mejorado su trabajo con bancos de imágenes que les permiten
detectar pornografía y desactivarla de inmediato, aunque un “googleo” rápido
muestra que no son muy eficientes. La encriptación de mensajes, por otro lado,
es un arma de doble filo, esencialmente porque es tecnología creada para
aumentar la privacidad de los usuarios y para evitar que hackers y
cibercriminales puedan atacar bancos, transporte aéreo o plantas nucleares.
Los
terroristas, además, no siempre mantienen sus conversaciones a oscuras y son
ávidos en el uso de las tecnologías. En París se comunicaron por mensaje de
texto regulares y en San Bernardino cuando Twitter eliminó el tuiteo del Estado
Islámico, “California: hemos llegado con nuestros soldados y decidan su final,
con bombas o cuchillos”; los terroristas reaparecieron con decenas de cuentas
nuevas.
En este
intríngulis donde entran en conflicto derechos constitucionales de igual valor,
como la seguridad nacional, el derecho a la privacidad y la libertad de
expresión, la tarea no es fácil. Las compañías digitales basan su estrategia de
crecimiento no solo en la innovación, sino también en la credibilidad, la que
ya fue corroída cuando admitieron el espionaje y vigilancia del gobierno tras
la denuncia de Edward Snowden en 2013.
Tras
aquel escándalo, las empresas reforzaron la protección de los datos de los
usuarios y comenzaron a ofrecer informes de transparencia, en los que se describen
los pedidos de gobiernos y usuarios para desactivar contenidos incendiarios,
los que no siempre acatan.
Por
ahora, mientras no haya una ley que los obligue, solo entregan información
cuando es solicitada mediante orden judicial. Muchas veces, además, no
desactivan contenidos ante el pedido de las propias agencias de seguridad que
prefieren no alertar a los sospechosos que están investigando. Parece ser el
caso de Tashfeen Malik, el autor de la masacre de San Bernardino, a quien
vigilaban por pregonar contenidos propagandísticos a favor del terrorismo en su
perfil de Facebook.
Los
terroristas, así en el territorio físico como en el virtual, regeneran tácticas
y estrategias mediante el uso de tecnologías disponibles para todos, por lo que
no resulta fácil encontrar el antídoto. De todos modos, sería grave limitar la
eficiencia de los mensajes encriptados. Se correría el riesgo de que la realidad
digital se vuelva más vulnerable y disminuyan los espacios de privacidad.