viernes, 1 de noviembre de 2019

Noticias falsas y democracia: la gran oportunidad


Extrañaba escribir en este mi espacio. Lo vuelvo a hacer. Esta vez después de que este 29 de octubre fui invitado por la organización IDEA a disertar sobre noticias falsas en el Miami Dade College durante el IV Diálogo Presidencial que reunión a ocho expresidentes, entre ellos a Felipe González, José María Aznar, Laura Chinchilla, Andrés Pastrana, Tuto Quiroga y Jamil Mahuad, entre otros.

Esta fue mi charla: 
La desinformación es nociva para la salud institucional y la vida individual y social, así como el fraude electoral es perjudicial para la democracia.
Los “hechos alternativos”, la “postverdad” y las noticias falsas son nuevos calificativos de viejas mañas. En los nacionalismos eran la estrategia de la propaganda, como la repetición de mentiras que pregonaba Goebbels en el nazismo. En las dictaduras eran la “verdad oficial” que se instauraba por decreto. En los populismos son parte del relato emocional para adulterar la verdad, así sean datos sobre pobreza o inflación como manipulaban el kirchnerismo y el chavismo. El periodismo tampoco está librado de ellas.
Fueron el nutriente del sensacionalismo que nació hace más de un siglo tras la guerra por mayores audiencias y más influencias entre Joseph Pulitzer y William Hearst. Las mentiras estuvieron en tiempos bíblicos y sobrevivirán siempre porque el mal y el bien son esencia del ser humano.
El futuro luce poco halagüeño. Las nuevas tecnologías, la inteligencia artificial, la realidad aumentada, las nanotecnologías, la computación cuántica, la encriptación, más allá de estar concebidas para el bien, como el internet, también son usadas para fabricar y distribuir engaños con mayor sofisticación de lo que se hizo hasta ahora.
El ex fiscal de la trama rusa, Robert Mueller, demostró que con el operativo ruso Laktha las fake news pueden ser fabricadas con facilidad y ser una pieza sustancial del arsenal propagandístico de un país para atacar a otro, sin necesidad de derramar balas o sangre.
Gran oportunidad
El panorama es complejo, asusta, pero no es sombrío. Y hay que abrazarlo con optimismo. El debate sobre noticias falsas ha creado mayor conciencia sobre la verdad y la rigurosidad en la creación y distribución de los contenidos, así como sobre la relevancia del buen Periodismo.
Desde que fueron trending topic, con Cambridge Analytica, el Brexit y las elecciones presidenciales de 2016; y las de cualquier país, mediante manipulación extranjera o por acción de ciberactivistas y bots usados por gobiernos y partidos políticos, nunca se había experimentado algo tan formidable en el mundo como lo es esta discusión masiva sobre la verdad y la mentira, sobre la ética y la moral de la información.
Existe una revaloración por la verdad, por los contenidos de calidad de los medios. Los medios se posicionan a adoptar criterios éticos y hacer más transparente sus procesos periodísticos. Proliferan las organizaciones dedicadas al fact checking. Según el Poynter Institute ya existen 188 organizaciones en 60 países, 60 en Estados Unidos y 18 en América Latina.
Los medios están creando departamentos de chequeo de datos, disciplina que se está convirtiendo en un nuevo género periodístico. Las plataformas digitales empiezan a posicionar mejor los contenidos de los medios, como Facebook News una nueva pestaña en la red social que apareció la semana pasada, o Apple News y Wiki Media.
Además, contratacan a las usinas de noticias falsas, y se sienten obligados a resguardar mejor los datos de los usuarios, otro de los talones de Aquiles de esta era híper conectada. Google, con su nueva política, prioriza que las búsquedas pasen primero por los contenidos de calidad, que las búsquedas empiecen por fuentes de noticias más confiables, ofrece más contexto a los usuarios y contraataca a los malos, aunque admite que la tecnología todavía no está bien desarrollada para interpretar intenciones.
Los gobiernos empiezan a regular mejor, temas de transparencia, acceso a la información y reglas más estrictas sobre financiamiento de procesos y campañas electorales y debates. Grandes investigaciones periodísticas sobre la influencia de Narcodólares y de operaciones encubiertas como la de Odebrecht están obligando nuevos planteamientos para defender la democracia.
La información buena se impone, pese a los ríos de desinformación. Y esa es una buena noticia. Repito. Como nunca, hoy se tiene mayor conciencia y se buscan herramientas para diferenciar la verdad de la mentira, el bien del mal.
¿Qué hacer?
En este contexto hay que dividir la paja del trigo. No hay que juzgar a las noticias falsas como un todo. Hay noticias falsas por intereses económicos, con la intención de que afecten el discurso político a través de botcenters y cibermilitantes y otras por entretenimiento, para descalificar y estigmatizar como en el caso de trolls dedicados al bullying.
Debe tenerse en cuenta que cualquier acción que se adopte debe juzgar las intenciones porque son muy diferentes la de un creador de usinas de noticias falsas, que las de un consumidor o distribuidor sin malicia o no precavido. De la misma forma que no se puede medir con la misma vara a un narcotraficante que a un consumidor de estupefacientes.
Y ante cualquier acción o política pública que se quisiera tomar sobre la desinformación, se deberá partir prioritariamente de estándares sobre libertad de expresión y sobre el derecho del público a saber.
Proteger el discurso, aunque sea falso.
En este sentido estoy de acuerdo con lo último que expresó Mark Zuckerberg hace un par de semanas en la Universidad de Georgetown, cuando defendió el discurso malintencionado y mentiroso. Estoy de acuerdo pese a lo errático que se mostró por años respecto a su responsabilidad sobre Cambridge Analytica, o por haber negado por largo tiempo el robo de datos personales desde su plataforma o el uso comerciales de los mismos.
Hace poco lo confrontó la senadora Elizabeth Warren. Acusó a Facebook de ser “una máquina de desinformación con fines de lucro” debido a la divulgación de propaganda política.
Zuckerberg contestó que Facebook no va a moderar las expresiones de los políticos ni verificar el contenido de los avisos políticos porque las opiniones políticas, aún si fueran falsas, siguen siendo relevante y de interés público. Twitter también ha dicho que no va a cerrar las cuentas de los políticos que al parecer transgredan sus políticas en contra del lenguaje violento, porque son parte del discurso público, aunque Jack Dorsey, su CEO, anunció que no permitirán anuncios políticos pagados.
El nuevo criterio de Zuckerberg se puso a prueba. Facebook publicó un video de 30 segundos de la campaña de Trump en el que se explicaba que Joe Biden había estado involucrado en actos de corrupción en Ucrania. CNN y NBC, entre otros medios, se negaron a divulgarlo argumentando que el video violaba sus normas de publicación.
Creo que los medios estuvieron en lo correcto al no haber difundido el video. Pero también creo Facebook estuvo en lo correcto al haber difundido el video. También creo que Facebook hace bien en defender el discurso político falso y que Twitter haya decidido no publicar más anuncios políticos pagados.
Esta dualidad que pudiera tener muchas más opciones demuestra el valor que tiene la libertad de expresión a la que no hay que comprenderla basada solo en el criterio de un medio o emisor, sino en la que puedan convivir políticas y criterios distintos. La libertad de expresión se basa en la pluralidad y la diversidad de criterios.
Algunos congresistas estadounidenses como Warren siguen amenazando sobre imponer regulaciones y puede ser riesgoso. Ya existen muchas leyes para regular acciones criminales, como la venta de datos personales o actitudes que no protegen la privacidad y hasta contenidos criminales que no son producidos por las plataformas ni por los medios, sino a través de ellos.
La regulación es pertinente para penalizar los delitos que abundan en las redes o en el internet profundo, como la apología de la violencia, el discurso de odio, el racismo o la pornografía infantil y la trata de personas. Pero, como dije antes, las noticias falsas no deben considerarse un acto criminal, sino su intención es la que las puede convertir en delito. Por ello tiene que velarse por un equilibrio constante con la libertad de expresión para no afectar el derecho del público a saber.
No regular en exceso, para preservar la libertad
Para preservar la libertad de expresión habría que evitar caer en una manía reguladora que pueda impulsar un mal mayor del que se trata de remediar. Preocupa que estén emergiendo controles que pueden ser más contraproducentes que las noticias falsas en sí. Desde Europa a América Latina, varios gobiernos iniciaron enérgicas carreras legislativas para controlar la desinformación en las redes sociales – no solo en época electoral como circunscribe al tema el informe Mueller – sino en todo momento, corriéndose el riesgo de desbordes legales que terminen por censurar debates que el público debe estar en condiciones y en libertad de mantener.
El ejemplo de las leyes de propaganda enemiga y contra la discriminación y el odio, en Cuba, Venezuela y Bolivia son ejemplos de cómo las leyes pueden tener la intención aviesa de censurar el debate público mediante excusas de apariencia loables.
Muchos descubrimientos periodísticos - Panamá Papers, FIFAgate, Paradise Papers, Odebrecht o la trama rusa – fueron en su origen tildados de noticias falsas, por lo que una ley que legalice la censura podría haberlas restringido en su origen y no tendríamos ahora todas las ventajas que esas investigaciones trajeron atrajeron como consecuencia.
Creo que soportar mentiras, es el precio para pagar para descubrir verdades. La falsedad, incluso con la intención de causar daño, a veces es el precio por vivir en libertad.
Los legisladores no deberían apresurarse a legislar. Deben ser prudentes, permitir que el tema decante en la opinión pública e incentivar más debate. Si se legisla cuando todavía existe confusión, se corre el riesgo de sobreactuar y extralimitarse con las prohibiciones.
En ese sentido y a pesar de lo que hacen algunos países europeos, como Francia y Alemania, la Comisión Europea en un estudio publicado en 2018 estableció que la cuestión de la desinformación no pasa por regular. Posiciona como prioridad la necesidad de crear programas de alfabetización mediática y digital. Plantea que debe respaldarse más a los medios de comunicación, como por ejemplo la ley que luego aprobó para que los medios, como creadores de contenido, reciban regalías por derecho de autor, esto en consideración que las plataformas usan muchos de esos contenidos para publicar publicidad comercial, la que justamente se acaloró de los medios.
Estos temas también los planteó la reciente guía de recomendaciones sobre procesos electorales sin interferencias indebidas de la Relatoría Especial de la CIDH. Asimismo, lo estableció la SIP en su Declaración de Salta de 2018, el primer documento sobre libertad de expresión en la era digital que reparte derechos y responsabilidades por igual a periodistas, medios, políticos, gobiernos, plataformas y usuarios. Los gobiernos deben cuidarse de tomar medidas regulatorias desproporcionadas y no usar el derecho penal para castigar la opinión y el debate y las noticias.
Se debe fortalecer el marco de los datos personales para que no sean utilizados por la publicidad comercial o la propaganda. Los gobiernos deben crear escudos para la desinformación en procesos electorales y no deben distribuir, crear o manipular campañas de noticias falsas de terceros.
Se deben crear más agencias de verificación de datos. La academia debe seguir investigando sobre el impacto de las noticias falsas sobre sus causas y efectos.
Conclusión: Sin patente de corso
Esto no implica extender una patente de corso. Pero si implica tener la sapiencia necesaria para abordar este debate desde la perspectiva de la libertad de expresión.  Puede ser contraproducente - como reconoce la relatoría - que se pida a entidades privadas como Facebook o Google, que se autorregulen y censuren, porque en el celo por la eficiencia la censura privada puede ser tan gravosa como la censura de los gobiernos autoritarios, siempre prestos a hacer absolutamente todo sin debido proceso.
No debe quedar en manos de censores, privados o públicos, lo que como ciudadanos debemos tener el derecho a recibir. Distinguir entre lo falso y lo verdadero es otro tema.
Por ello rescato la frase de la Guía de la relatoría: debe haber “respuestas no regulatorias para potenciar las capacidades de los ciudadanos”, y así puedan distinguir entre información falsa y verdadera.
Por esto, creo que toda política debiera centrarse en la perspectiva de la libertad de expresión y ante ello lo que se impone es la responsabilidad de los medios y periodistas, de los partidos políticos y gobernantes, de los académicos y líderes religiosos, y de las organizaciones civiles, así como la responsabilidad de cada uno de los individuos o usuarios a dar el ejemplo, sobre la base de la búsqueda de la verdad y la distinción con las mentiras.
No quiero sonar ingenuo, pero creo que estamos en los orígenes de una nueva revolución, la de la verdad, y no debemos desperdiciar esta oportunidad para abrazarla con optimismo y sabiduría.

lunes, 4 de febrero de 2019

Washington Post Super Bowl message: Democracy Dies in Darkness

sábado, 2 de febrero de 2019

Venezuela: nadie puede ser neutral


A desmarcarse. Esta es la apelación a la que deben responder los gobiernos, así como lo debemos hacer a nivel individual, cuando se trata de los derechos humanos, que más que derechos deben entenderse como "deberes humanos".

La Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada en 1948 después de un pacto internacional para dejar atrás las atrocidades y los crímenes de lesa humanidad durante la Segunda Guerra Mundial, exige una posición moral y clara en relación frente a la violación a los derechos humanos. Los defendemos, los aprobamos, los apoyamos o los desconocemos. Neutrales no se puede ser; no podemos ser.

Los presidentes de Uruguay y México, Tabaré Vázquez y Manuel López Obrador, hacen mal en no reconocer a Juan Guaidó como presidente de Venezuela bajo excusas de no interferencia en asuntos de otros países. No reconocer al líder de la legítima, pero desposeída Asamblea Nacional es apoyar al régimen dictatorial de Nicolás Maduro. La neutralidad, ni sí ni no, esbozada en este momento por ambos países es acomodaticia y de orden ideológico, alejada del principio universal de los derechos humanos.

Por muchos años la comunidad internacional miró para otro lado, hasta que los fraudes electorales, la proscripción de los partidos políticos, el encarcelamiento de líderes políticos, el cierre de instituciones legítimas, la violencia contra los opositores, críticos, medios y periodistas, la corrupción galopante, la decadencia de un país rico en miseria, y la permanente violación de los derechos humanos de los venezolanos fueron tan obvias, que resulta inmoral mirar hacia otro lado.

En cuestión de países es lo mismo que ocurre con nuestros vecinos en el barrio. Si escuchamos, tenemos indicios o vemos que nuestro vecino encierra a sus hijos todo el día y no los envía a la escuela, que encadena a sus mascotas, que los fines de semana tira tiros al aire para celebrar su júbilo o que acostumbra a tirar la basura en el lugar público que compartimos todos los vecinos, no podemos quedarnos neutrales, tenemos la obligación moral de denunciar al vecino por violaciones a los derechos humanos y por las peores locuras que podrían suceder.

La neutralidad y respeto entre países debe existir cuando los conflictos se dirimen dentro de estándares democráticos, pero no cuando se violan sistemáticamente los derechos humanos. Esto no es para que Tabaré Vázquez o López Obrador se rasguen sus vestiduras, simplemente es un mandato que nace de la propia Declaración Universal de los Derechos Humanos, de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y de la Carta Interamericana Democrática.

Guaidó sigue haciendo las cosas bien. En su mensaje de ayer a México y Uruguay apeló a la conciencia por los valores democráticos y los derechos humanos y que dejen la neutralidad. También les dijo a los principales aliados de Maduro, China, Rusia y Turquía, que las inversiones siempre serán mejores en naciones que se respete la seguridad jurídica. trottiart@gmail.com

sábado, 26 de enero de 2019

Maduro, acorralado, y las hipocresías del chavismo y la izquierda internacional



Primero lo primero: Nicolás Maduro debería llamar a elecciones, libres claro. Pero como no lo hará, debería ir a Cuba como excusa y desde allá, arropado en su victimización y martirologio, renunciar por email, como por fax lo hizo Alberto Fujimori desde Japón. Sería la salida más airosa posible para evitar el embate del presidente autoproclamado, Juan Guaidó que, apoyado por el Grupo de Lima, EE.UU. y gran parte de la comunidad internacional democrática, están ofreciendo una amnistía a los militares y exigiendo elecciones libres lo antes posible, como ahora piden España, Francia y Alemania.

Dejando los sueños de lado: Estoy harto hasta la coronilla de la hipócrita victimización de Nicolás Maduro y del chavismo y la izquierda internacional de que la “actual democracia venezolana” es víctima de una gran conspiración internacional comandada por el “imperio” y sus acólitos, cuya única intención es desestabilizar a la “república” bolivariana mediante un golpe de Estado.

Máxime, porque casi como ningún otro movimiento, el chavismo tuvo un cheque en blanco para profundizar su estilo destructivo gracias a la apatía y la indiferencia que la comunidad internacional le prodigó hasta hace poco.

Fieles al martirologio hipócrita acostumbrado de la izquierda radical, Hugo Chávez y Maduro siempre usaron la propaganda, la desinformación o las noticias falsas, como se les llama ahora, para auto proclamarse defensores del pueblo, de la democracia y la república, justamente los tres adjetivos que han defenestrado y pisoteado a base de autogolpes de Estado desde que el chavismo asumió el poder. En su historia, el chavismo se auto gestó mediante ocho auto golpes de Estado, para ser más precisos: 1999, 2001, 2007, 2010, 2013, 2015, 2016 y 2018. No hay dudas de que los autogolpes son parte del ADN del chavismo, como veremos a continuación.

Primero desmitifiquemos la hipocresía de la revolución democrática y republicana del chavismo. Una república como la pensaron los griegos y adoptaron los países occidentales, se distingue por la independencia y división de poderes; por los mecanismos de fiscalización y chequeos permanentes sobre quienes ostentan el poder, pero sobre todo por una Justicia equitativa e independiente; por los privilegios y beneficios que se le da a las minorías; por la libertad de la prensa para informar y por la de los ciudadanos a expresarse, asociarse y movilizarse, sin trabas ni represalias, en igualdad de condiciones ante la ley. Nada de esto respetó el chavismo.

Los máximos atributos de una democracia son la Constitución y la libertad del pueblo para elegir a sus gobernantes. Una buena Constitución no solo remarca los derechos y garantías del pueblo, sino que impone límites al gobierno a fin de que no pueda pisotear el derecho natural o el libre albedrío de los ciudadanos. La democracia demanda elecciones libres, pero sobre todo limpias, en igualdad de condiciones. Tampoco, nada de esto respetó el chavismo.

La Venezuela chavista no es república ni democracia. Pasó del autoritarismo a engalanarse hoy con las mismas propiedades de una dictadura. Ni siquiera los que defienden que el régimen cumple con calendarios electorales se cree esa hipocresía. El chavismo dilapida recursos públicos; utiliza fuerzas de choque ilegales para generar caos y pánico; y criminaliza la protesta, justificando así su necesidad de reprimir la expresión disidente para mantener la paz y el orden.

Desmitifiquemos ahora la revolución del pueblo. Es cierto que el chavismo llegó al poder arropado por casi todos los sectores cansados de tanta corrupción y desidia de los partidos políticos tradicionales. Pero también es cierto que ha dejado a Venezuela peor de la que recibió, con mayor crisis social, más pobreza y demasiado más corrupción. El agravante es que el chavismo ha sido un pésimo administrador. Ha dilapidado casi una década de bonanza con precios del petróleo en la estratósfera para usar esa billetera abultada en la expansión de su ideología por Latinoamérica. En su lugar, hubiera podido invertir las ganancias en su gente, creando fuentes alternativas de recursos y empleos, infraestructura, y en educación y salud desideologizadas. Realmente desperdició la bonanza y traicionó a su propio pueblo.

Sigamos. Pese a la farsa electoral de las presidenciales en mayo de 2018 y a que pocos gobiernos reconocieron el triunfo de Maduro, él se auto legitimó mediante un nuevo autogolpe. Cerró el Congreso elegido por el pueblo. Creó una Asamblea Constituyente de facto con la que legalizó la proscripción de los partidos políticos y creando la hegemonía del partido oficial. Siguió manipulando a la Justicia, expulsando a los organismos internacionales, incentivando el cierre de medios e imponiendo nuevas formas legales de censura al internet. Si Maduro siempre proclamó su idolatría por el régimen comunista de los Castro, todas esas medidas no hicieron más que certificar el destino de Venezuela: Hacerla a imagen y semejanza de la altanera pero desdichada Cuba.

Maduro ya había sofocado lo poco que le quedaba a Venezuela de democracia en mayo de 2016. Entonces desconoció al Congreso con un autogolpe. Repudió leyes y el proceso legítimo de referéndum revocatorio; y con el Estado de Excepción y de Emergencia Económica, borró al Congreso auto proclamándose como el único legislador. Aquellas medidas suspendieron las garantías constitucionales y deslegitimaron la “toma de caracas” aquellas marchas masivas con las que la oposición exigía el respeto a los resultados del referendo revocatorio, una cláusula constitucional creada por el propio chavismo. La excusa cansina de siempre para reprimir fue la de “evitar el golpe”, intento que perseguían Colombia, España y la OEA, liderados por EE.UU. y los “gusanos de Miami”.

Antes, en diciembre de 2015, Maduro ya había dado el segundo autogolpe al crear el Parlamento Comunal, una especie de “congreso del pueblo” que tenía como misión contrarrestar a “la nueva burguesía” que de nuevo había ganado la mayoría en la Asamblea Nacional. El primer autogolpe lo pegó en noviembre de 2013, cuando la Asamblea Nacional le otorgó al entonces, como flamante presidente, el título de legislador máximo o único, delegándole el derecho de legislar por decreto por 12 meses. Maduro consiguió aquella habilitación con una buena coartada. Diosdado Cabello fue el gestor. Desaforó a una diputada de la oposición fabricándole un caso de corrupción. Con el desafuero llegó a contar 99 votos a favor, necesarios para hacer a Maduro legislador absoluto.

Con todos esos autogolpes Maduro igualó a su progenitor. Chávez practicó la misma metodología en cuatro ocasiones. En 1999, su primer año, y en 2001, 2007 y 2010, arropándose con poderes especiales y leyes habilitantes para gobernar a su antojo y sin Congreso. Lo de diciembre de 2010 fue el de las mayores hipocresías del régimen chavista. Chávez presentó varias propuestas de ley para permitirse legislar sin Congreso, excusándose en una crisis social provocada por las inundaciones. Entonces frenó a la oposición unas semanas antes del 5 de enero de 2011, fecha en que debían incorporarse 67 legisladores de la oposición a la Asamblea Legislativa, después de ser elegidos democráticamente. Los legisladores oficialistas y chavistas de entonces le ofrecieron a Chávez en bandeja de plata su autodisolución. Se auto marginaron dos años, más del tiempo que Chávez les había solicitado. El servilismo y la hipocresía ya campeaban por entonces.

Antes, a fines de 2000, Chávez logró que el Congreso le habilitara a gobernar por decreto por 18 meses, y empezó a hablar de la “quinta república”, en la que se buscaría la redistribución de la riqueza por los ingresos del petróleo, lo que nunca se plasmó. Aquel autogolpe le dio excusas perfectas para reformar la Constitución. De esa forma se autorizó a expropiar empresas, crear y armar las milicias urbanas llamada círculos bolivarianos, militarizar su gabinete, ideologizar la educación en las escuelas primarias, encarcelar y echar al exilio a sus opositores, privilegiar a los revolucionarios por arriba de otros ciudadanos y crear alianzas con gobiernos extranjeros mediante regalos y subsidios petroleros.
Reitero: los autogolpes son el ADN del chavismo.
Conclusión: A Maduro no le quedan muchas opciones, aunque siempre tendrá a su disposición la propaganda, el arma de agitación predilecta, que no es más que un artilugio de su mercadeo.
Maduro sueña con una conspiración e intervención internacional. Sueña con un golpe de Estado que lo victimice y convierta en mártir, como escribí tras el autogolpe de 2016 cuando se avizoraron las primeras críticas serias contra el régimen.
Sin embargo, el golpe, tarde o temprano, no vendrá desde afuera, sino arropado por su propia gente, cansada de no gozar de las mieles de una república. Las minorías despreciadas ya se han convertido en la nueva mayoría y están, ahora sí, empoderadas por la comunidad internacional, esa que fue cambiando gracias al infatigable látigo del secretario general de la OEA, Luis Almagro, que, en 2017, con informe investigativo de 75 páginas en mano, hablaba de que en Venezuela existía una "ruptura total con el orden democrático”.
Maduro si quiere sostenerse en su puesto tendrá que ser mucho más autoritario que nunca, pero el régimen ya no tiene el plafón político de antes. Sus opciones se agotan. Cuaba es su mejor salida, su coartada. trottiart@gmail.com