El superclásico argentino fue dantesco. Demostró
que el fútbol es parte del contexto. De una sociedad violenta, insegura y
políticamente polarizada no se puede esperar un espectáculo deportivo pacífico,
seguro o que acople las pasiones de uno
y otro bando.
La violencia está descontrolada. Asola dentro y
fuera de los estadios. Los índices de crímenes están por las nubes, así como el
acoso psíquico y emocional, ese tipo de violencia que también es incentivada
desde el poder público y que determina que hasta las menores discusiones terminen
mal y debilitando la convivencia social.
El gobierno tiene responsabilidades. Es
acomodaticio justificar que los desmanes en el Boca-River fueron solo producto
de conspiraciones para cercenar la vida política de posibles candidatos
presidenciales como Mauricio Macri o a la inversa.
Lo que sucedió durante y después de aquel jueves
fatídico de Libertadores es parte del aquelarre nacional. La pasión
descontrolada de las barras bravas, aún peor, incentivada, como están
demostrando las investigaciones, siempre desbordará en fanatismos por más que
las hinchadas visitantes no puedan entrar a los estadios. Tiros, puñaladas,
botellazos, bengalas, racismo y gases tóxicos sirven de muestra.
Lo de Adrián “El Panadero” Napolitano no fue tan
grave por tirar aerosol en la manga, sino por su intención y la de sus
cómplices. Su ingenuidad infantil no es creíble. Tampoco se puede justificar la
candidez de los dirigentes que irrumpieron en la cancha y, mucho menos, la del
técnico de Boca, El Vasco Arruabarrena, y sus jugadores que además de cuadrarse
para jugar un partido ya suspendido, terminaron incentivando a los violentos
con aplausos. Apabulló la falta de solidaridad con sus rivales.
La actitud del técnico boquense sobrepasó la
decencia, más aún cuando esta semana sorprendió acusando a River de preferir ganar
el partido en los papeles, eximiendo a su club de responsabilidades. No
entendió lo que pasó. Tampoco lo entendió el gobierno nacional que amenazó con
intervenir a la AFA, así como la Conmebol, que hizo caso omiso al castigo
ejemplar que pretendía Joseph Blatter y la FIFA. ¿Para castigar a Boca? ¡No! Para premiar el futuro del fútbol y combatir
la violencia.
Es cierto que aquella noche todos quedaron sorprendidos
y sin saber qué hacer. Se temió que cualquier decisión motivaría la reacción de
50 mil almas que con sus estribillos amenazaban con desbordar si no se jugaba
el segundo tiempo. Los árbitros estaban perplejos, los jugadores querían
influenciar sus decisiones y en una desesperante espera, el veedor de la
Conmebol incentivó aún más la incertidumbre. Como Poncio Pilatos pidió a los
jugadores de River continuar con el partido pese a las lesiones; mientras que a
los de Boca, que tuvieran un gesto de solidaridad para descontinuar el partido.
Su decisión fue interminable, pero llegó, por suerte, para evitar consecuencias
inimaginables.
Los periodistas y relatores tampoco fueron muy
profesionales. Como es costumbre, se comportaron en forma superficial y como un
espectador más. Repitieron calificativos hasta el cansancio o por más de 60
minutos – “esto es una vergüenza”, “es lamentable”, “estamos enfermos” – más que
luz sobre lo que estaba sucediendo. No tienen excusas. Tuvieron más de una hora
para que sus equipos de trabajo consultaran a expertos sobre tóxicos y
consecuencias deportivas o para buscar antecedentes sobre partidos suspendidos,
como aquel que le dio los puntos a Boca en diciembre de 1988 por el petardo que
la tribuna de Racing le arrojó al arquero Navarro Montoya.
El problema del superclásico no fue la violencia
en sí, sino la apología de la misma. La mayor culpa debe recaer sobre la
ineptitud de los organismos de seguridad, de los dirigentes que siempre fueron cómplices
de las barras bravas y, sobre todo, de la Conmebol, que lejos de aplacar la
violencia disimuló la gravedad de los hechos, incentivando futuros desmanes.
Lo infame de aquella noche es que no quedó mucho para
el aprendizaje. La polarización, política y social, se encargó de que todos pudieran
evadir responsabilidades. Empero, lo más nefasto que desnudó el superclásico, es
que en ese clima de impunidad, los violentos y delincuentes progresan mucho más
que los pacíficos y decentes.