De joven quise ser cura. Lo
charlé seriamente con un amigo, ahora cardenal. Pero el celibato me disuadió de
no entrar al sacerdocio, tradición que siempre consideré discriminatoria contra
quienes concebimos que la vocación espiritual no es incompatible con formar
familia propia.
Optar entre esas dos
vocaciones me terminó por alejar de la Iglesia. Tengo conocidos que también tomaron
la misma decisión, otros fueron curas y luego dejaron los hábitos para casarse
y amigas que se hicieron monjas, pero tenían personalidad para sacerdotisas.
Creo que el celibato obligatorio
es una tradición profundamente contradictoria con las enseñanzas de la Iglesia
sobre la procreación y la familia. Por suerte, esta costumbre que arrastra y
lastra desde el Concilio de Trento está de nuevo en agenda. El papa Francisco, la
defiende, pero sabiamente autorizó la discusión. “Al no ser un dogma de fe,
siempre está la puerta abierta”, sorprendió al regresar de su reciente visita a
Tierra Santa.
Esta máxima y la de “quien
soy yo para juzgar” en referencia a los homosexuales, y otros excluidos que
soltó el año pasado en Brasil, infieren una agenda cargada de cambios para los
sínodos de obispos convocados para este 2014 y el 2015. Aún le falta soltar una
frase más, algo más difícil, la que permita discutir el papel de la mujer, que
a imagen y semejanza de las enseñanzas de la Iglesia, también se le permita ser
sacerdote, asumir responsabilidades teológicas y liderazgo en la cúspide de una
jerarquía eclesiástica que no puede pensarse solo de y para hombres. Todo esto,
sin que la Iglesia deba renunciar a ningún dogma fe o verdad absoluta, sino
solo derribar mitos y costumbres.
La “puerta abierta” no es
producto de la casualidad. Francisco, cura de a pie, está muy atento al
contexto. Todos sus gestos y símbolos, aunque parecen espontáneos, están
cargados de intención y de mensajes. Desde la canonización reciente de Juan
XXIII y Juan Pablo II y de Laura Montoya Upegui y María Guadalupe García Zavala,
hasta su invitación a judíos, musulmanes y víctimas de curas pedófilos para
rezar juntos en el Vaticano, tienen un propósito.
La frase que Francisco lanzó
es la misma que argumentó Pietro Parolín días antes de que fuera designado
secretario de Estado o número dos de la Iglesia. Y días después que recibió una
carta de 26 mujeres italianas, entre enamoradas, casadas y con relaciones
secretas con sacerdotes católicos, que fue inusualmente difundida por los
medios del Vaticano. La carta estuvo bien pensada. Las mujeres no se mostraron
ni provocadoras ni desafiantes, expresaron en buen tono su sufrimiento profundo
y le exhortaron a Francisco que permita a sus esposos y compañeros seguir
viviendo plenamente la vocación sacerdotal y sirviendo a la comunidad.
La exclusión que proyecta el
celibato obligatorio tiene repercusiones prácticas en la vida de la Iglesia.
Tras décadas en que las vocaciones sacerdotales siguen disminuyendo, se calcula
que 100 mil curas fueron dispensados por el Vaticano para casarse en los
últimos 40 años. Todos los años la dispensa se extiende a 700 curas, según l’Obsservatore
Romano. Pero todavía peor, el celibato actúa como un agente disuasivo coartando
la potencialidad de quienes sienten la vocación sacerdotal.
Es el peor lujo que se da la
Iglesia, necesitada de pastores para estar más presente en todas las
comunidades y, así, detener en parte un éxodo masivo a otras denominaciones religiosas.
La mayoría no emigra en desacuerdo con las enseñanzas, sino por falta de
servicios. En América Latina el catolicismo decreció del 81 por ciento en 1996 al
70, mientras que las denominaciones evangélicas crecieron del 4 por ciento al
22.
Es evidente que la Iglesia
necesita cambios prácticos y de mentalidad. Francisco, ahora rodeado por
obispos más progresistas, parece convencido. Ojalá que sus gestos ayuden para acabar
con la discriminación de la mujer, para incluir a otros excluidos y para que el
celibato sea solo opción y no mandato.