A diferencia de una
enfermedad cuyos síntomas se detectan a simple vista, la epidemia de los abusos
sexuales pasó inadvertida por décadas.
Las víctimas callaron por temor a sufrir
represalias, sentir más vergüenza y a terminar más victimizadas aún. El
machismo hizo el resto; cubrió todo con un manto de silencio.
El cineasta Harvey Weinstein
no fue el único depredador. Pero su caso fue punto de inflexión para que muchas
mujeres salieran a denunciar sus tormentos. Las actrices de Hollywood tomaron
la delantera y empoderaron a otras mujeres menos célebres a denunciar el abuso
de poder. El efecto dominó se regó por EE.UU. y el mundo entero, así como antes
sucedió con el fenómeno de los abusos de menores.
Weinstein no es el único
caso. Tampoco el más importante. Lo antecedieron miles más graves aún. El sexo
es el arma de subyugación más usada de la historia, sobrepasando épocas, etnias
y clases sociales. La gran diferencia con el pasado es que hoy la mujer ganó
terreno, hay mayor conciencia sobre las violaciones a los derechos humanos y
las redes sociales y medios tradicionales amplifican las denuncias, a pesar de
que la justicia, las leyes y la sociedad no tengan todavía los dientes
necesarios.
Gracias a ese contexto más
favorable y a que los denunciados son personajes encumbrados, como el
periodista Matt Lauer de NBC, despedido esta semana por abusar de tres mujeres
en su oficina, las denuncias son más estruendosas. Eso ayuda a que la conversación
se instale en todos lados y la presión aumente contra los que tienen que
responder. Renuncias, despidos, pérdida de credibilidad, arreglos
extrajudiciales y cárcel se acomodan como remedios inmediatos.
En todo el mundo han
aparecido víctimas y victimarios, desde príncipes a deportistas, de
legisladores a periodistas y hasta un ex primer ministro de Gales que se
suicidó para no afrontar a la justicia y su familia. La rareza de estos casos es
que no solo causa estupor la cantidad de abusos denunciados, sino la
metodología depravada en contra de las víctimas.
El actor Bill Cosby las
drogaba para poder violarlas, el productor Weinstein les obligaba a tener
relaciones bajo amenaza de no contratarlas, Lauer les exhibía sus genitales, el
actor Kevin Spacey manoseaba a dos manos a sus colegas masculinos y Larry
Nassar, entre otros, se cobijó por 19 años como médico del equipo olímpico de
gimnasia de EE.UU., para terminar acusado de abusar de siete niñas, tres
menores de 13 años, penetrándolas con sus dedos fingiendo revisaciones
sanitarias.
El abuso sexual es un
problema profundo y enquistado en muchos círculos y comunidades. En EE.UU. el
ámbito militar y las universidades hace rato que son preocupación mayor para el
gobierno. Todavía se batalla para que haya más luz sobre los abusos. Hace tres décadas,
cuando el problema estalló, se obligaron medidas para combatir el acoso sexual
en casi todos los ambientes laborales, aunque a juzgar por la realidad actual,
poco se avanzó. Un estudio reciente sobre el tema lo hizo la empresa WalletHub,
demostrando que Orlando es la ciudad más pecaminosa del país por su alto índice
de delincuentes sexuales, con 769 por cada 100 mil habitantes.
La criminalidad sexual no es
mayor en EE.UU. que en otros países, sino que es evaluada con más rigor y
desaprensión, producto de un sistema más abierto y proclive a la autocrítica.
También suele haber abusos
en las denuncias. No todas las mujeres son buenas ni todos los hombres son
malos. En algunas situaciones habrá premeditación para dañar la reputación del
otro. El Washington Post denunció esta semana que una mujer que dijo haber sido
violada por un congresista, perseguía con su mentira hundir al legislador y
dañar la reputación del diario al que acusaría luego de inventar noticias
falsas.
Pese a lo poco que se
avanzó, la importancia de machacar con la cultura de la denuncia es que sirve
para reducir la tolerancia al abuso y acelerar cambios. Se genera mayor
conciencia pública, se incentivan vientos más favorables para adoptar nueva
legislación y se obliga a empresas e instituciones a adoptar medidas preventivas.