Cada vez es más difícil
diferenciar el humor, la sátira y la parodia política, del bullying, la
difamación y los delitos de odio. Se trata de una línea difusa que se hace aún más
borrosa en épocas de internet.
Ninguna libertad es
absoluta; y la de expresión no es la excepción. Tiene restricciones legales y límites
éticos. Sucedió con la humorista estadounidense, Kathy Griffin. Sostuvo
una foto de la cabeza de Donald Trump ensangrentada, recién degollada. Explicó
que era una sátira por los dichos del Presidente contra una periodista. Su broma no tuvo efectos legales, pero fue éticamente
censurada. En contrapartida, CNN la cesó
como animadora del programa de fin de año en Times Square.
Los comunicadores profesionales siempre están expuestos
a las consecuencias por el mal uso de sus palabras y gestos. Ocurrió con el
comediante político, Bill Maher, que debió pedir mil perdones por dichos peyorativos
contra personas negras. Pero en esta era en que el internet y las redes
sociales han convertido a los usuarios en comunicadores y medios, nadie escapa
a las responsabilidades por insultar, acosar o discriminar, pese a creerse parapetados
en la privacidad de los chats.
Les sucedió a 10 estudiantes
esta semana. Pese a sus excelentes antecedentes académicos, la Universidad de
Harvard rechazó su admisión por estar haciendo bromas homofóbicas y xenofóbicas
en una página de Facebook. No se percataron que toda información digital deja
huella, la que es fácilmente rastreada por oficinas de admisión, empleadores,
gobiernos, policías y delincuentes.
En esta época en que la
mayor parte de la conversación pública pasa por las redes sociales, el
quebradero de cabeza es cómo contener la propagación de los mensajes de odio y
expresiones discriminatorias. También, sobre cómo lograr el balance necesario
entre incentivar la libertad de expresión y el derecho a la privacidad, a la
vez que censurar los delitos de odio y la apología de la violencia.
Más allá de los grupos criminales que lucran en el internet con la
pornografía, el tráfico de personas, el robo de identidad y los secuestros con
virus digitales, el reto es el terrorismo, no tan solo por su propaganda de
odio, sino porque está causando reacciones gubernamentales que, aunque pueden
estar justificadas, podrían menoscabar la libertad digital de la que gozamos.
La premier británica, Theresa May, reaccionó de esa forma. A pocas
horas del atentado en el puente de Londres pidió a la comunidad internacional
alcanzar un acuerdo para regular el internet, con el argumento de privar a los
extremistas de un lugar donde adoctrinar y reclutar a fanáticos.
Aunque la empatía por el duelo
consiguió adeptos, su propuesta es muy peligrosa porque insiste con la posición
gubernamental de darle más poder de vigilancia a las agencias de inteligencia y
la policía para que espíen las redes y chats, pero sin órdenes judiciales.
Su argumento es que la
autorregulación de las empresas tecnológicas no está dando los frutos
necesarios para bloquear a los terroristas y a los delincuentes digitales. En
realidad se está haciendo mucho más que nunca, pero sucede que el internet es
un campo demasiado vasto y difícil de controlar. Facebook y Google han
contratado miles de editores de contenido, YouTube impuso nuevas normas para
que la publicidad no fluya hacia videos que incentiven el odio y la violencia;
pero mucho no es suficiente.
Este intríngulis se advierte
como el problema prioritario en la actualidad, requiriéndose esfuerzos de todos
los protagonistas en procura de una necesaria alfabetización digital.
A las empresas tecnológicas les
cabe la responsabilidad de hacer mucho más, pero sin relegar la protección de
los derechos de sus usuarios a la expresión y la privacidad.
Los gobiernos no deben
abusar de los controles, a sabiendas de que no existen delitos digitales, sino crímenes
comunes cometidos a través del internet, los que ya están debidamente
tipificados y legislados.
Y los usuarios debemos
entender que la comunicación digital no es una simple extensión de las charlas
de café. Todo mensaje conlleva responsabilidades y puede tener consecuencias.
Así como las dactilares, las huellas digitales pueden delatar la bondad o la
maldad de nuestras acciones. trottiart@gmail.com