Una república se distingue
por sobre otro sistema de gobierno por la independencia de poderes; por los
mecanismos de la oposición para fiscalizar al poder; por la libertad de la
prensa para informar y por la de los ciudadanos a expresarse, asociarse y
movilizarse, sin trabas ni represalias, en igualdad de condiciones ante la ley.
El concepto puede ser abstracto.
Mejor un par de ejemplos de esta semana. Dilma Rousseff fue destituida mediante juicio
político constitucional, por un Congreso que se manejó autónomo al Poder
Ejecutivo, una justicia que permaneció neutral y una prensa que pudo informar
sin cortapisas.
En Venezuela las causas y
consecuencias de la “Toma de Caracas” de este jueves mostraron lo contrario a
una república. Antes y después de la masiva marcha de la oposición para garantizar
y acelerar el proceso de referendo revocatorio en contra del presidente Nicolás
Maduro, este encarceló a opositores, usó las fuerzas de seguridad para
restringir los accesos a Caracas, expulsó a periodistas extranjeros y aseguró
que le quitará inmunidad a los parlamentarios para juzgarlos por intentona de
golpe de Estado.
Desquiciado con el avance de
la oposición y con un país que se le escapa de las manos, Maduro desconoce el
mecanismo de referendo que el chavismo creó mediante su propia reforma
constitucional. Ante la debilidad de su mandato, Maduro se ha vuelto más
autoritario. Apura a la Justicia para que cierre el Congreso y despide a los
empleados estatales que firmaron la petición de la revocatoria, una purga que
coarta la libertad más preciada, la de conciencia, el hilo más delgado por
donde se corta cualquier revolución.
Es verdad que el proceso de
destitución de Rousseff es confuso y ambiguo; puede interpretarse según la
ideología con que se lo mida. Para la oposición fue un proceso apegado a la
Constitución, mientras que para sus adeptos fue un golpe de Estado; en especial,
porque si los delitos que se le achacan – haber maquillado cuentas públicas
para conseguir su reelección – se aplicaran al resto de gobernantes, América
Latina quedaría acéfala.
Más allá de las
controversias, como las que en su momento provocaron las destituciones de
Fernando Lugo en Paraguay y Manuel Zelaya en Honduras, lo cierto es que en
Brasil se siguieron los procesos y las excusas que marcan la Constitución, con total
transparencia, libertad y sin presiones ni prisiones.
Rafael Correa, Evo Morales,
Nicolás Maduro y Daniel Ortega no reconocieron al nuevo presidente Michel
Temer. Pero nadie se rasgó las vestiduras por la obviedad, toda vez que estos políticos
siempre se arremolinan detrás de quien ostenta su propia ideología. Nunca
denuncian los golpes y autogolpes propios, como los de Maduro contra la
Constitución y el Parlamento, y omitieron pronunciarse sobre la renuncia en
2015 del presidente derechista guatemalteco, Otto Pérez Molina, ante la
destitución inminente que le amenazaba.
Tampoco se puede desconocer
que Rousseff es consecuencia de una purga anticorrupción que pidió a gritos la
gente en las calles. Que estuvo involucrada, al menos por omisión, en los casos
más sonados de corrupción, que protegió al ex presidente Lula da Silva y vio
como varios de sus ministros terminaron detrás de los barrotes.
Pero en la encrucijada, pese
a que el Senado prefirió optar por el borrón y cuenta nueva, Rousseff cuenta
con otro resorte de la república. Su defensa ya se encaramó ante la Corte
Suprema, la que tendrá que dar el veredicto final. La decisión se adivina
incierta, sobre todo por la independencia y libertad de los jueces para actuar.
Esa justicia republicana ni
existe ni está garantizada en Venezuela, donde la Justicia actúa según los
designios de Maduro y la mayoría de las leyes se han fabricado a medida del
chavismo.
En Venezuela, más allá de
las carestías económicas, la gente está cansada de no gozar de las mieles de
una república. Las minorías despreciadas se han convertido en la nueva mayoría
y están cada vez más dispuestas a salir a la calle a conseguir lo que no le dan
las instituciones. El golpe no será institucional como sueña Maduro, sino de
gente.
En un país sin justicia ni
república, Maduro tendrá que ser cada vez más autoritario para sostenerse; a
riesgo, claro, de que estará caminando hacia su autodestrucción. trottiart@gmail.com