He hablado muchas veces en
este blog que los presidentes y otras personas públicas no tienen los mismos
derechos a la libertad de expresión que los ciudadanos comunes. Dicho de otra
forma: Sus palabras tienen mayores consecuencias y efectos por lo que deben y
tienen mayor responsabilidad sobre cómo las usan.
Dos ejemplos de esta semana
son elocuentes y ambos, a no ser por las carcajadas que pueden arrancar entre
nosotros por lo ridículas y porque despiertan vergüenza ajena, demuestran que
las palabras son poderosas.
El presidente encargado de
Venezuela, Nicolás Maduro, hizo el ridículo. Por más intenciones que tenga de
acercar al electorado vía memoria de Chávez, resultó desfachatado manipular la
imagen del ex mandatario (que vale aclara que hacía cosas parecidas) al decir
que un pajarito dándole vueltas alrededor de su cabeza con el que luego se
comunicó entre trinos y silbidos, era el propio Chávez trayéndole un mensaje de
esperanza al inicio este lunes de su campaña proselitista.
Creo que el realismo mágico
de Gabriel García Márquez jamás abrigó una imagen semejante. Maduro apeló a lo
emocional para acercar simpatías a su candidatura, pero fue, en definitiva, una
burla al sentido común de a quienes buscó agradar. Pura manipulación.
Lo del presidente José
Mujica de Uruguay fue accidental pero igual merece estar en los anaqueles de la
riquísima historia latinoamericana, llena de frases y episodios desopilantes.
Cuando los micrófonos de la
página web oficial de Uruguay seguían abiertos durante un acto con intendentes
esta semana, sin percatarse, Mujica sentenció: “Esta vieja es peor que el
tuerto”, en alusión a Cristina de Kirchner y a su ex esposo Néstor, a quien no
le faltaba un ojo pero tenía un problema serio de estrabismo.
Los términos peyorativos de Mujica
hacían referencia a las relaciones de su país con Brasil y Argentina, diciendo
que para conseguir algo de Argentina, Uruguay debía recostarse en Brasil. Pero
la conversación no quedó ahí. Mujica agregó: “El tuerto era más
político, esta es terca. No sabe lo que está haciendo” y luego en alusión
a que Cristina le regaló un mate al Papa Francisco en su primera audiencia en
el Vaticano, Mujica agregó: “A un papa
argentino, que tiene 77 años ¿le vas a explicar lo que es un mapa?... Digo…,
¿lo que es un mate, un termo?”.
Obviamente Mujica
piensa estas cosas de Cristina, pero una cosa es pensarlas y decirlas en
privado, como quiso hacerlo y otras que se hagan público, ya sea por accidente
por este caso o que alguien filtre una conversación privada a la prensa, como
la del candidato Mitt Romney y aquella famosa frase del “47 por ciento” que, a
la postre, le costó llegar a la presidencia.
Sobre este problema de la irresponsabilidad de
los dichos de los presidentes, detallo a partir de aquí algunos párrafos de una
columna que escribí años atrás.
“¿Tiene un presidente los mismos derechos que un
ciudadano para expresar sus opiniones y argumentos? Claro que sí. ¿Y para decir
lo que se le antoja, burlarse o insultar a otros? Por supuesto que no.
En materia de
libertad de expresión, por su envergadura pública y debido a las consecuencias
que sus pronunciamientos pueden acarrear, un presidente tiene más restricciones
y responsabilidades que una persona normal y corriente. Así como sus acciones
están limitadas – no puede declarar la guerra o irse de viaje al extranjero sin
la aprobación del Congreso – también lo están sus palabras.
El acto de
informar dentro de la administración gubernamental democrática, tiene otros
ingredientes esenciales, como la transparencia que garantiza y obliga una ley
de acceso a la información pública, la argumentación que se fragua en el debate
de las ideas con la oposición y el cuestionamiento que se alcanza en
conferencias de prensa y entrevistas periodísticas. Aspectos éstos, muy
ausentes en los gobiernos mencionados.
Evidenciado
por sus prédicas contra quienes los critican, muchos presidentes no admiten que
como funcionarios renuncian a privilegios de privacidad, asumen restricciones y
deben estar más expuestos a la crítica y a la fiscalización pública. Da la
impresión que manejan la función pública como patrones de estancia, creyendo
que se les dio un país en usufructo, cuando lo único que legitiman las
elecciones es la gerencia temporal de los bienes del Estado, actividad que
infiere tres valores: eficiencia, honestidad y transparencia.
La polarización extrema que hoy se vive en
Latinoamérica, no se debe tanto a la diferencia entre modelos políticos, sino
al antagonismo de las palabras, dichas por presidentes irresponsables que no se
comportan a la altura de su investidura, sino más bien, como agitadores de
barricada”.