En el discurso de ayer sobre
la reforma al sistema de espionaje, Barack Obama nombró por primera vez, en
forma oficial, varias veces a Edward Snowden, quien se atribuyó la tarea de
denunciar al mundo las prácticas poco saludables de la Agencia Nacional de Seguridad
en materia de vigilancia y recopilación de datos de ciudadanos y líderes
mundiales a través del internet y de escuchas telefónicas clandestinas.
Antes de las denuncias de
Snowden, las otras denuncias que habían impactado al mundo, habían sido las de
Julian Assange, que publicó en su sitio de Wikileaks filtraciones obtenidas del
soldado Bradley Manning. Se trataba de documentos clasificados que denunciaban
estrategias poco convencionales en las guerras de Irak y Afganistán, torturas,
cárceles clandestinas de la CIA, apoyo de aliados y una tonelada de datos
embarazosos para la diplomacia estadounidense, advirtiéndose su propensión a los
chismes sobre líderes extranjeros.
En aquella época, Assange se
mostró como un adalid de la verdad, una especie de Robin Hood de las
informaciones, robándosela a los ricos en beneficio de los pobres. Pero en
realidad, aquella información solo sirvió para conocer que debajo de las
piedras también corre el agua, algo que siempre se sospechaba, pero no para que
un gobierno tan poderoso como el de EE.UU. tuviera que cambiar de rumbo.
El gobierno solo sintió vergüenza
pero no se amilanó para lograr que Assange quede encerrado en la embajada
ecuatoriana de Londres, aislado, sin dinero ni poder. Tampoco parece que el
gobierno británico escuchará a Rafael Correa por su petición para un
salvoconducto que le permita a Assange llegar a Quito como héroe mundial. Assange
fue olvidado.
En realidad, comparable a
las denuncias de Snowden, lo de Assange fue información de tercera. Le guste o
no al gobierno estadounidense, así trate de sacar a Snowden de Rusia o
atraparlo en su próximo destino para juzgarlo como al soldado Manning, sus
denuncias lograron que Obama recapitule y busque con reformas aplacar las
críticas y las vergüenzas que recopiló en el mundo entero.
Si bien Obama dijo que
EE.UU. no recapitulará a su derecho de seguir espiando para evitar que se dañen
los intereses de sus ciudadanos frente a posibles ataques terroristas, anunció
una serie de medidas más balanceadas para que la vigilancia no desvirtúe el
principio constitucional del derecho a la privacidad.
Entre esas medidas, se
necesitará más supervisión del Congreso, más legislación, más permisos
judiciales, menos espionaje automático a datos de los ciudadanos en internet y
nada de investigar mediante escuchas telefónicas clandestinas a líderes
aliados, como Angela Merkel o Dilma Rousseff.
Más allá de que la reforma
no es la más apropiada o efectiva, las denuncias de Snowden han ayudado a poner
las cosas en perspectiva. A diferencia de las denuncias de Assange, las de
Snowden se ven como importantes, ya que han logrado cambios considerables que
de ninguna forma se hubieran logrado sin ellas.
De todos modos, vale hacerse
la pregunta con la intención de no minimizar el aporte de Assange: ¿Hubiera
Snowden tenido el coraje de denunciar a sus antiguos empleadores de no haber
sido por la iniciativa de Wikileaks?