Tal la figura presidencial
lo demanda, Trump hubiese tenido que ser observador y árbitro cuando de
disputas sociales se trata. En vez, prefirió exacerbar los ánimos entre
aquellos que defienden la retirada de monumentos de próceres que defendieron la
esclavitud durante la Guerra de Secesión y los que creen, incluso desde
posiciones racistas con símbolos nazis o del Ku Klux Klan, que la historia no
se puede modificar.
Hubiera podido condenar la
violencia de los fanáticos racistas de cualquier bando y calificar de estupidez,
como lo hizo, el retiro de la estatua del general Robert Lee, porque podría contagiar
a individuos que quisieran bajar de los pedestales a Thomas Jefferson y George
Washington por haber pertenecido también a familias esclavistas.
Mejor le hubiera ido si
aprovechaba a educar sobre la Primera Enmienda que defiende el derecho de
expresión y de protesta, incluidos los símbolos fascistas que en otros países
han sido prohibidos por ley. Así, no habría generado las críticas que le
llovieron desde todos los rincones del mundo.
En cambio, no pudo con su
genio de ser protagonista y centro de cualquier polémica. No entiende que un Presidente
árbitro, observador, analítico y mesurado es necesario para desanimar a aquellos
fanáticos que se valen de los extremos para justificar sus excesos.
El ex presidente Obama encarna
esa visión. Con un tuit y una frase de Nelson Mandela – “nadie nace odiando a
otra persona por el color de su piel, o su origen o su religión” - marcó la diferencia
entre un líder agitador y el pacificador. Su tuit alcanzó un récord histórico
de likes en pocos días. Mientras
tanto, el discurso incendiario de Trump, generó récord de visitas al sitio Stormfront.org,
dirigido por un miembro del KKK en el sur de la Florida, donde se comparten alabanzas
a Trump, entremezcladas con eslóganes racistas y en apoyo al lema “Unir la
derecha” de las protestas.
El riesgo que plantea Trump es
que su agitación discursiva vaya más allá de Charlottesville, pudiendo
exasperar los ánimos y generar más violencia en las marchas y contramarchas que
se realizarán en varias ciudades en los próximos días, a favor y en contra de
retirar monumentos confederados.
Trump deberá entender que su
incontinencia verbal trastorna, crea caos y que un Presidente, por el significado
que cobran las palabras, no tiene el mismo derecho a la libertad de expresión
que el resto de los mortales. No puede en 140 caracteres establecer la
estrategia geopolítica del país como la amenaza de “fuego y furia” que le hizo
a Corea del Norte o de tildar a mexicanos de asesinos y violadores para
justificar la construcción del muro fronterizo.
Puede ser que Trump muchas
veces tenga la intención de acomodar las palabras para alcanzar objetivos, pero
en ese afán no suele medir las consecuencias como ocurrió con Venezuela. Después
de justificar sanciones económicas contra Nicolás Maduro para presionar por la
restauración democrática, cambió sorpresivamente de discurso argumentando que
no descartaba la intervención militar.
Tras ello se debió soportar
una andanada antiimperialista de Maduro, incluidos ejercicios militares para “defender
la patria” y un llamado a elecciones regionales para diciembre que
desorientaron a la oposición, reduciéndole su capacidad de convocatoria y
presencia en las calles. El desconcierto internacional fue de tal magnitud que
el vicepresidente Mike Pence, de gira en Latinoamérica para promover resortes a
favor de la democracia en Venezuela, se vio obligado a ponerse a la defensiva
para sosegar los ánimos caldeados por Trump.
Que Trump genere conversación y debate no es
malo, sirve a la democracia participativa. El problema es que lo hace siempre
desde una posición determinada y extremista que divide y polariza. Y en temas
sensibles como el que desnudó Charlottesville, un Presidente está llamado a
minimizar el impacto del discurso de odio, no a exacerbarlo. trottiart@gmail.com