La última vez que escribí
sobre Dilma Rouseff y Cristina Kirchner en conjunto fue a fines de 2012. Por
entonces visitaban la Facultad de Gobierno de la Universidad de Harvard y en
discursos y acciones plasmaron sus diferencias.
Pese a que eran dos de las
mujeres más influyentes en América Latina y estaban en su apogeo político, los
contrastes entre ambas fueron abismales. Fieles a su estilo, Dilma se comportó
como técnica aguda, consiguió becas y acuerdos científicos. Cristina fue
política sarcástica, se mofó de los alumnos y le echó la culpa de todos sus
males al FMI y a los ricos.
Hoy, un par de años después,
las diferencias desaparecieron. Ambas están acorraladas por la Justicia por
graves casos de corrupción, lavado de dinero e enriquecimiento ilícito que las
tiene al borde de su ocaso político. Se han unido a un extenso grupo de
presidentes latinoamericanos que fueron destituidos por violar la Constitución
o que terminaron procesados apenas dejaron el poder.
La diferencia que persiste
no es entre ellas, sino en el modo que actuó la Justicia bajo ambos gobiernos.
En sus 12 años de mandato, los Kirchner lograron maniatar a los jueces y
usarlos a conveniencia, ya sea para perseguir a opositores o escudar sus
fechorías. Dilma, en cambio, siempre fue espectadora de una Justicia más independiente
y temible, vigilante del poder.
Esta semana sus acciones
confirmaron ese contraste. Cristina llegó a tribunales, se mofó del juez y,
acostumbrada a arroparse entre multitudes partidarias y clientelistas, hizo
gala de su sarcasmo echándole la culpa de todo – como en Harvard – a los medios
de comunicación y a los jueces.
Su discurso desnudó una vez
más su carácter populista y anticonstitucional, y su creencia de que la
política está por arriba de la Justicia. Como una especie de Milagro Sala,
siempre por arriba del Estado, gritó para el beneficio de sus clientes: “No
necesito fueros, porque tengo los fueros del pueblo”. Debajo de ella, la masa,
siempre irracional, que prefiere idolatrar al personalismo y los símbolos sin
que importe la verdad o la justicia, amenazó: “Si Cristina va presa, se va a
armar”.
Para Dilma el camino hacia
el juicio político que se definirá este domingo en la Cámara de Diputados tuvo
más espinas. Este viernes el Tribunal Supremo le negó la suspensión del proceso
a su posible destitución. Pero el acelerador del impeachment tiene nombre: Lula
da Silva. Acabó de cavarse la fosa cuando hace un par de semanas Dilma arropó a
Lula con los fueros de su Gabinete para que no fuera investigado por múltiples
casos de corrupción. A diferencia de Cristina y del contexto peronista, ni
Dilma ni el PT tienen a disposición una masa de seguidores incondicionales;
peor aún, las multitudinarias movilizaciones braman por justicia y piden la cabeza
de los corruptos.
Ambas han catalogado a sus procesos
de golpes de Estado. Cristina se comparó mal con las figuras de Irigoyen y
Perón que fueron derrocados por militares y Dilma le achaca a su vicepresidente,
Michel Temer, la “gran conspiración”. Mecanismos de autodefensa de lado, lo
cierto es que sin Cristina en el poder, la Justicia tiene más campo de acción y
Dilma debe enfrentarse a los resortes de la Constitución.
Dilma sigue los pasos de otros
líderes destituidos o que debieron renunciar durante su mandato. Su antecedente
es Fernando Collor de Melo y el caso más reciente es el del guatemalteco Otto
Pérez Molina, destituido por corrupción. Pero la lista es larga y
multinacional: El paraguayo Fernando Lugo; el hondureño Manuel Zelaya; el
ecuatoriano Lucio Gutiérrez; el haitiano Jean-Bertrand Aristide; el venezolano Carlos
Andrés Pérez; el boliviano Carlos Mesa y Fernando de la Rúa, son algunos ejemplos.
Cristina es parte de otra
lista vergonzosa, la de ex presidentes investigados por corrupción, destacándose
el hondureño Rafael Callejas, el salvadoreño Elías Saca, el peruano Alan García
y Carlos Menem, entre otros. Puede, sin embargo, engrosar otra mucho más
lúgubre, la de ex presidentes condenados, como el nicaragüense Arnulfo Alemán o
los costarricenses Miguel Rodríguez y Rafael Calderón.
Pese a las listas y a lo que
sucederá con Dilma y Cristina, lo relevante es que estos procesos son válidos
para disuadir a los corruptos y creer un poco más en la Justicia.