Las mentiras oficiales
todavía forman parte de la cultura latinoamericana. El desprecio por la verdad de
los gobiernos actuales de Argentina, Ecuador, México y Venezuela, se ha enquistado
como política de Estado profundizando aún más el rampante clima de corrupción e
impunidad.
Este desprecio por la verdad
quedó reflejado en el informe anual sobre derechos humanos que presentó esta
semana Human Rights Watch. Advierte sobre el deterioro de la democracia en esos
países en particular, como consecuencia de poderes judiciales politizados,
violaciones sistemáticas a la libertad de prensa y expresión, falta de leyes
que obliguen a los gobiernos a brindar información fidedigna, a ser
transparentes, a no manipular datos o mentir.
Aunque hace rato estos
gobiernos se comportan como Pinocho, los últimos hechos noticiosos los
terminaron por desenmascarar. La presidente Cristina Kirchner quedó retratada
con nariz creciente en una caricatura de Clarín, por sus reportes vacilantes y
cambiantes sobre la muerte dudosa del fiscal Alberto Nisman que la tenía a ella
como encubridora del caso AMIA. En México, el presidente Enrique Peña Nieto quiso imponer
punto final a la masacre de los 43 estudiantes de Iguala, declarando muertos a
los desaparecidos, temiendo que la ineficiencia judicial sea el lastre que
termine con su gobierno.
Y en Venezuela, mientras el
titular del Congreso, Diosdado Cabello, trata sin pruebas e información de
librarse de quienes lo acusan con evidencias de liderar un cartel de
narcotraficantes, el presidente ecuatoriano Rafael Correa creó un sitio de
internet, Somos +, para continuar la defensa moral de su régimen, al que lo
siente víctima de críticos y difamadores. En la nueva página web y bajo su
argumento de calificar toda crítica de mentirosa y de que todos deben ser
súbditos de la verdad oficial, seguidores partidarios y funcionarios públicos se
darán a la tarea de identificar, desprestigiar y hasta perseguir legalmente a
los usuarios de internet y redes sociales que critiquen al gobierno: “Si ellos
mandan un tuit, nosotros mandaremos 10 mil”.
El desprecio por la verdad
no es conducta nueva. Tras las intervenciones del INDEC en Argentina y de
entidades autónomas en Venezuela, siempre se mintió sobre la inflación, los niveles
de pobreza y otras estadísticas estratégicas. Una contradicción con los nuevos
tiempos, cuando los países perfeccionan y aprecian la exactitud y cruce de
datos con la intención de crear estrategias para remediar problemas sociales.
Sin datos verdaderos, los gobiernos terminan apelando a la propaganda.
El escritor Martín Caparrós argumentó
sobre los efectos de las mentiras oficiales. En un artículo en El País, se
refiere a las devaluaciones argentinas, pero no a las económicas, sino a la más
importante “la devaluación de la palabra del Estado”. Acusa al gobierno de
Kirchner de ser “una fábrica de ficciones”, y sobre los efectos de los excesivos
discursos de Cristina Kirchner observa que la “palabra presidencial se va
degradando hasta convertirse en ocasión de chistes malos o, en el mejor de los
casos, en un ruido de fondo”.
Todo gobierno, con el
tiempo, devalúa su palabra, de ahí el declive de los índices popularidad como
efecto de mentiras y contradicciones en el discurso. Pero es en los regímenes
populistas, amantes de cadenas nacionales, discursos interminables y excesiva
propaganda, donde se observa como la palabra mal usada termina por degradar y
polarizar a la sociedad. No hay extremo más ejemplarizante que el de Venezuela,
donde Nicolás Maduro usa de la misma forma el discurso de odio para acusar y
perseguir a opositores, que el histriónico para respaldar su revolución
mediante un Hugo Chávez encarnado en pajarito.
La mentira tiene patas
cortas. Tarde o temprano los gobiernos deben rendir cuentas por más que crean
que una mentira dicha mil veces se puede transformar en una verdad absoluta
como sostenía el arquitecto de la propaganda nazi, Joseph Goebbels.
En esta época digital en que los ciudadanos pueden informarse y difundir información, criticar y fiscalizar, los gobiernos Pinocho verán mermada su credibilidad por más que digan la verdad, así como aquel pastorcito de la fábula, que después de engañar y mentir a la gente, ya nadie le creyó cuando gritó que el lobo se estaba devorando a sus ovejas.