Acabo de visitar Argentina y comprobé que a pesar del crecimiento económico, el país sigue siendo de tercera categoría. Más lamentable aún, es que comprobé en forma fehaciente la gran diferencia que hay entre naciones desarrolladas y subdesarrolladas, un aspecto que no está reflejado por los índices económicos sino más bien por todos los demás que hacen a la gobernabilidad del país.
Estuve en San Francisco, en la provincia de Córdoba, una zona rural con una fuerte dependencia del campo y donde la mayoría mira con mucho recelo la política de confrontación que tiene el gobierno nacional, embarcado en una tozudez descomunal. Es que además, en los días que estuve en Córdoba, más allá del campo, la presidenta Cristina Kirchner y varios funcionarios confrontaron no solamente con el campo sino también con la Iglesia porque no les gustó que se dijera que los índices de la pobreza pudieran haber aumentado.
El clima de confrontación – sumado a la potestad de dictar decretos - de estos primeros meses de gobierno, parece ser el medio más natural que ha elegido el oficialismo continuando con actitudes de la administración anterior. La confrontación, a diferencia de la negociación, es un arma peligrosa y hay un antecedente en el hemisferio occidental, como Venezuela, por el que se comprueba que a pesar de los astronómicos ingresos económicos, un país sin gobernabilidad no podrá nunca alcanzar el primer mundo.