No hay mayor valor para una
democracia que la libertad de prensa y el derecho a la información, un valor prioritario
y superior a otros derechos esenciales como la justicia y la igualdad.
Solo basta mirar a las
sociedades más avanzadas para confirmar que su desarrollo político, social y
económico está íntimamente ligado a la tolerancia y apertura de los gobiernos frente
a la opinión e información. Por el contrario, no es casual que los países poco desarrollados
son los que tienen menores niveles de libertad de prensa y de expresión.
Una mirada profunda y
detallada sobre los países latinoamericanos corrobora esta percepción. Aquellos
con mejor nivel económico, menor índice de corrupción, más seguridad, mejor
acceso a la educación y mayor bienestar emocional, son aquellos donde la
libertad de prensa es más respetada. Uruguay y Costa Rica, se destacan de un
pequeño grupo.
En la antípoda, las naciones
son muchas más, empezando por Argentina y terminando por Venezuela; y en el
medio, un grupo inmenso de países cuyos gobiernos creen que tienen el poder de
conceder a la sociedad la libertad de expresión, desconociendo que es un
derecho natural inherente al ser humano, y el principal, que sus propias
Constituciones reconocen y le mandan custodiar.
Esa actitud gubernamental soberbia
hace que en muchos países se hayan creado leyes y decretos para limitar la
libertad de prensa o la libertad de los medios y los ciudadanos a expresarse
sin ataduras. Esta es, sin dudas, la forma más exitosa que han encontrado para
blindarse, evitar la fiscalización y la rendición de cuentas, valores
esenciales de una democracia a los que todos se comprometen durante procesos
electorales, pero que luego se olvidan tras asumir el poder.
La libertad de prensa es
superior a otros valores, porque ningún otro se puede manifestar y plasmar
adecuadamente – educación, salud, seguridad, justicia - cuando la sociedad no tiene el derecho a
saber, a opinar, a criticar y a poder presionar para que los gobiernos –
simples administradores de la cosa pública – cambien el rumbo o tomen los
correctivos necesarios.
Es verdad que la seguridad
de la libertad de prensa y la labor de los medios, tradicionales y digitales,
va mucho más allá de los desafíos que le imponen los gobiernos. Pero son los
gobiernos los que tienen la mayor responsabilidad, siendo los custodios
naturales de las libertades individuales y sociales, tal como lo expresan las
Constituciones y todas las declaraciones internacionales, desde la Carta
Democrática Interamericana hasta la Declaración Universal de los Derechos del
Hombre.
Sin embargo, no puede
relegarse en el gobierno la responsabilidad única. Por su importancia, la libertad
de prensa así como es un derecho de todos, también su custodia debe ser una responsabilidad
de todos. La mayor cuota de este deber por supuesto que le corresponde a
quienes hacen de la información un trabajo cotidiano y profesional – medios y
periodistas – y a todo aquel que gracias a las nuevas tecnologías – internet y
redes sociales – ha podido comprobar en forma personal y grupal el poder de la
comunicación.
Por supuesto que hay
personas, grupos o medios que manipulan esta libertad causando grandes
problemas de injusticia. Pero no por ello estos canales deben censurarse, sino
todo lo contrario. Los desfasajes de la libertad se curan con mayor libertad,
con mayor pluralidad y diversidad de voces porque, en definitiva, la libertad
de expresión no es tanto un atributo de quien emite el mensaje sino de quien lo
recibe.
Por ello, la responsabilidad
de custodiar la libertad de prensa es una obligación de cada uno de los
ciudadanos. Debe exigirla y nutrirla, si pretende vivir en una democracia creciente
y mejor.
Reflexionar sobre esta responsabilidad puede ser el mejor tributo a este 3 de mayo, Día Mundial de la Libertad de Prensa.