Todas las revoluciones en la
historia sirvieron para denunciar opresión y exigir libertad. Sin embargo,
jamás esos derechos e insubordinaciones se habían expresado con tanta rapidez y
espontaneidad.
La desobediencia civil del movimiento
“Occupy Central” en Hong Kong, demuestra cómo las nuevas tecnologías, en
especial redes sociales y teléfonos móviles, han potenciado la capacidad de
convocatoria y organización de las masas.
En la ciudad más conectada
del mundo, con 2.5 celulares por habitante y donde los 7 millones acceden a banda
ancha y blue tooth indiscriminadamente, y los activistas usan drones para
filmar sus protestas y divulgarlas por live streaming, más que de una “revolución
de los paraguas”, se debería hablar de una sublevación digital.
El éxito de esta revolución
no será de quien gane más calle, sino quien mejor use las tecnologías: Los manifestantes
por amplificar mejor sus derechos o las autoridades por censurar en forma
eficiente esos mensajes.
Para los hongkoneses la ecuación
no es fácil. Debido a la censura que empezaron a experimentar en sus redes
sociales y por virus cibernéticos que destruyen sus comunicaciones, recién
ahora tomaron conciencia sobre los pesares que vienen sufriendo sus
connacionales en China continental.
Los esfuerzos de las
autoridades chinas por censurar son sobrehumanos, porque las redes sociales,
los mensajes de texto o Whatsapp son menos vulnerables que los periódicos, radio
o TV. En China Facebook e Instagram están prohibidas, y la censura es habitual
en Weibo, el twitter chino. Una ley reciente castiga con tres años de cárcel a
quien difunda rumores por la red; y casi todo puede ser rumor.
Desde la perspectiva de los
líderes chinos la protesta también es difícil de digerir. Si no contienen las
manifestaciones, pudieran contagiar luchas por más libertades tierra adentro. Y
si las reprimen con gases pimienta y lacrimógenos, como ya sucedió, pudieran generar
mayor adhesión interna y condenas internacionales.
Esta disputa entre censura y
libertad es extensión de aquella realidad que el gobierno chino quiso tapar con
el lema “dos sistemas, un país”, acuñado después que tomó posesión de Hong Kong
en 1997 tras 150 años de dominio británico. Pese a sus promesas de mayores
libertades, siempre se supo que tarde o temprano el gobierno autoritario de
Beijín cortaría algunos de los derechos que siempre consideraron privilegios y
que han negado a sus 1.300 millones de habitantes.
Tampoco hay que confundirse.
El uso y euforia que despiertan las nuevas tecnologías no prometen resultados automáticos.
La “Primavera Árabe” no logró más democracia en Medio Oriente, ni las marchas en
Ferguson acabaron con el racismo en EEUU, ni los estudiantes chilenos consiguieron
educación gratuita.
Esto demuestra que las redes
sociales y las nuevas tecnologías son medios, no fines y que también pueden
usarse para el mal: Para acosar, divulgar mensajes de odio, promover pornografía
o como armas de propaganda de los terroristas. A YouTube, Facebook, Twitter o
Google no les está resultando fácil bloquear y filtrar todo ese tipo de
mensajes, por lo que hay que aprender a convivir con ellos.
De todos modos, lo
importante de estas revoluciones digitalizadas es que están ayudando a crear una
mejor cultura de la denuncia, en favor de la búsqueda de soluciones. Antes, las
entidades de derechos humanos conocían los problemas, pero carecían de pruebas.
Ahora, a las evidencias las aportan los usuarios que las retratan con sus móviles
y las hacen virales en las redes sociales.
Es difícil predecir qué
sucederá en Hong Kong. Los miembros de “Occupy Central” piden cada vez más y
las autoridades otorgan cada vez menos. Además de elecciones libres sin
interferencias del partido central, los activistas ahora quieren la renuncia al
líder de la ciudad. Mientras tanto, desde China continental se amenazó con
“consecuencias inimaginables” si las marchas prosiguen; una alusión subliminal al
miedo que todavía provoca la masacre en la Plaza de Tiananmen, aquella protesta
juvenil que también exigía más libertad y democracia.
Pero a diferencia de la oscuridad en la que se
produjo aquella barbarie en 1989, ahora los jóvenes en Hong Kong están
iluminados y protegidos por las nuevas tecnologías. Esa es la revolución.