Los gobiernos son como las
personas. No se pueden definir por sus extremos, buenos o malos, ya que tienen
toda la gama de tonalidades entre esos dos puntos. Pero hay ciertas
características particulares que los identifican,
de ahí que haya desarrollados o en vía de desarrollo, pobres o ricos,
democráticos o autoritarios, estables o inestables, reactivos o proactivos.
El de Cristina Kirchner es
un gobierno reactivo, demasiado ideológico, previsible, contestatario, poco
transparente. Es quizás, como muchos de sus antecesores, un gobierno que para
resolver la crisis – ciclotímica en la Argentina desde su concepción como país
soberano – siempre se enredó o se benefició de los problemas del momento, con
un constante apego a resolver situaciones a muy corto plazo, adicto a las
fechas electorales, sin prevenir el futuro a largo plazo. Por eso, a Cristina
no se le puede definir como estadista, como aquella persona visionaria y que
lleva al país a pensarse más allá de las coyunturas actuales.
Los problemas económicos
actuales son típicos, por lo que a los culpables no hay que buscarlos en las
teorías conspirativas como la de Shell tal hizo el ministro de Economía, Axel
Kiciloff, sino en la falta de previsión. Es cierto que el manejo económico es
complicado debido a la interconexión global, pero desde hace años el gobierno escogió
un camino rechazando al mercado, a su gente, pesificando desconfianza, como
tantos ministros de Economía anteriores que escandalizaron con promesas que
tuvieron resultados diametralmente opuestos. Así el gobierno escogió pelearse a
muerte con los industriales, con los productores agropecuarios, motor de la
economía, cuyo superávit en lugar de ser invertido en obras de infraestructura
necesarias, se utilizaron para hacer propaganda y en clientelismo y así
sostener un aparato de popularidad, la característica más espantosa y
degradante que siempre definió al peronismo de todas las tonalidades
ideológicas.
El gobierno se definió así
mismo con grandes batallas, por cierto lícitas, pero demasiado ideológicas,
dividiendo a los ciudadanos, polarizándolos, en lugar de encontrar objetivos de
lucha común. Todas sus batallas fueron políticas a nivel interno como externo,
como dando la impresión de que siempre jugó a ganar tiempo.
Retrotrajo a la
memoria la lucha por los derechos humanos de aquella infame del país, pero no
se percató de los derechos actuales, de la pobreza, la falta de agua, el
desempleo, etc… Contratacó con una Ley de Medios embarcándose en una batalla con
Clarín y La Nación, que quiso fuera de todos los argentinos, pero que no aportó
nada para el país, y a nivel externo se alineó con ideologías similares, no
cumplió con acuerdos de Mercosur o en foros internacionales gastó sus energías
en un reclamo legítimo por Las Malvinas y nacionalizó empresas que generaron
desconfianza y ahuyentaron inversores.
Más allá de la legitimidad
que le dieron en forma directa los electores con el 54%, Cristina no revisó sus
políticas y forma de gobernar cuando las urnas mostraron todo lo contrario,
confiada que la propaganda la llevaría luego al mismo sitial de popularidad, lo
que sucedió en dos o tres ocasiones – para su desgracia. En esa arrogancia del
poder y con la idea de tener la sartén por el mango, el gobierno buscó
apoderarse de la justicia y sus decisiones, dio la espalda a los opositores,
ignoró el reclamo de los productores, castigó económicamente a gobernadores que
no le dieron el voto, rechazó las críticas y la realidad demostrada por
estadísticas sobre inflación y pobreza, usó el dinero de mayores impuestos en
gastos de propaganda, al tiempo que cobijó y defendió a los señalados por corrupción.
Un gobierno que antepone la
ideología a sus acciones, que confunde popularidad con mayorías, información
con propaganda, que descuida los intereses de las minorías y que es oscuro, sin
nada de transparencia, siempre se quedará pensando en sí mismo, no en la
dimensión de Estado ni país. Un mal que en Argentina se viene sufriendo por
décadas, cuando todo gobierno termina anteponiendo sus propios intereses, construyendo
sobre la base de la destrucción de todo lo anterior.
La falta de capacidad
eléctrica, el aumento de la inseguridad, el auge de la delincuencia y del
crimen organizado, la incapacidad para atraer inversiones, la fuga de capitales
y cerebros, la desvalorización de los salarios y la falta de producción manufacturera,
de invención tecnológica, y las decadentes educación y salud públicas, forma parte
de esa falta de previsión en el futuro a largo plazo que Cristina siguió
incentivando.
Argentina sigue a los
porrazos. Solo podrá levantarse cuando algún gobierno piense el país a largo
plazo, cuando los ajustes incluso se hagan en postrimerías de alguna elección,
cuando el gobierno esté dispuesto a perder y cuando la oposición asuma para
construir sobre lo construido. Cuando el gobierno construya plantas hidroeléctricas
en vez de subsidiar el pago de las boletas de luz, cuando incentive la
innovación y cree fábricas en lugar de aumentar los impuestos a la exportación
de materias primas, cuando garantice seguridad jurídica para atraer
inversiones, en lugar de maniatar a jueces para que no sentencien la
corrupción.