Desde que fue elegido al
trono de Pedro, el papa Francisco no dejó nada al azar, ni siquiera los
problemas más complejos por los que renunció Benedicto XVI.
Con firmeza comenzó a
limpiar las finanzas del banco del Vaticano, destituyendo a cardenales
corruptos; con misericordia redefinió el pecado con aquella frase “¿Quién soy
yo para jugarles?”, amparando a homosexuales, divorciados y mujeres empujadas
al aborto; y con determinación renovó la misión católica con obispos de a pie,
recreando una Iglesia humilde y misionera, tal el legado de Cristo y sus
apóstoles.
Por esa mezcla de seguridad y
jovialidad, donde convergen los espíritus de la Madre Teresa y Juan Pablo II,
la prestigiosa revista Time lo valoró como la persona del año en 2013, argumentando
que le bastaron menos de nueve meses para posicionarse como líder mundial y que
la Iglesia recobre la confianza de fieles y no católicos.
A pesar de sus logros y
confianza acumulada, Francisco tiene un gran reto por delante, que nada tiene
que ver con temas doctrinarios y morales como el celibato, la ordenación de la
mujer o la manipulación de las células madres, sino con cuestiones más carnales
y de índole criminal, como el abuso de menores.
El jueves, por primera vez
en la historia, el Vaticano debió sentarse en Ginebra en el banquillo de los
acusados ante la Comisión de los Derechos del Niño de Naciones Unidas. Debió responder
por decenas de miles de casos de abusos infantiles, a manos de curas pedófilos,
cuyos crímenes, perpetrados en parroquias, escuelas y orfanatos, quedaron en la
impunidad encubiertos por la jerarquía eclesial.
Los crímenes de este tipo no
son nuevos en la Iglesia, lo único nuevo es la decisión para combatirlos. El
papa emérito, Joseph Ratzinger, fue el primero en tomar al toro por los
cuernos. Declaró tolerancia cero contra esos delitos, convocó un simposio, publicó
una guía interna anti abusos y pidió a los obispos que denuncien a los
pederastas ante la justicia ordinaria.
Francisco le siguió
determinado. En julio de 2013, creo un reglamento jurídico del Vaticano
endureciendo las penas para casos de abusos y en diciembre anunció la creación
de una comisión para luchar contra la pederastia, con el objetivo de que la
Iglesia jamás vuelva a mirar hacia otro lado.
Sean O’Malley, cardenal de
Boston, y miembro del grupo de ocho cardenales asesores directos de Francisco,
explicó que los próximos sacerdotes y religiosos que trabajarán con niños
deberán tener antecedentes legales y psiquiátricos intachables. Este cardenal,
que tuvo la misión de limpiar de pederastas a tres diócesis estadounidenses,
vendiendo edificios para pagar indemnizaciones a las víctimas, sentenció que se
tratará a los pederastas como lo que son, criminales, poniéndolos a disposición
de la justicia ordinaria y no en manos de sus autoridades.
Hasta ahí la Iglesia parece transitar
el camino correcto. Sin embargo, lo que miles de víctimas reclamaron este
jueves en Ginebra es que el Vaticano deje de hablar y comience a hacer, que
resuelva el pasado y que no permita que sus autoridades continúen protegiendo a
criminales como si se tratara de simples pecadores.
Aunque se ponderó la actitud
comprometida de la Iglesia de participar de la reunión, víctimas y
organizaciones de derechos humanos denostaron que los obispos representantes, Silvano
Tomasi y Charles Scilcluna, respondieran con evasivas. Que no dieran cifras sobre
abusos denunciados, que no hagan responsable al Vaticano por el encubrimiento y
que opten por la consabida respuesta de que Roma no es responsable por sacerdotes
y obispos, quienes, como cualquier ciudadano, deben responder por sus acciones ante
la justicia de sus respectivos países.
Puede que la respuesta sea
correcta, política y legal, pero ni es adecuada ni coherente con la
misericordia manifestada por Francisco, a quien en este terreno fangoso, se le
pide justicia y castigos concretos. Existe sed de justica por los delitos
anteriores y Francisco debe buscar la forma de apagarla.
Como en cualquier disciplina, la Iglesia nunca estará exenta de delincuentes y corruptos, pero no puede omitir su responsabilidad, debe actuar. La percepción de impunidad, ya sea judicial o eclesiástica, es la peor enemiga de Francisco y su mayor reto.
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