La virtud esencial de una Constitución es garantizar las libertades
individuales de los ciudadanos; pero, más aún, imponer limitaciones y
restricciones al gobierno para que no pueda pisotearlas.
En varios países esa virtud está desvirtuada. Los gobiernos las usan
para crearse prerrogativas, más que para imponerse límites. De ahí la
popularidad de reformas para eternizarse en el poder, como lo consiguió este
mes el presidente nicaragüense, Daniel Ortega; o para restringir derechos de los
ciudadanos, como se estableció en las nuevas constituciones de Ecuador y Venezuela,
creándose mecanismos para defender a los gobernantes de las críticas,
institucionalizándose la censura de expresión y de prensa.
En esa confusión, aprovechada por los populismos latinoamericanos de
todas las ideologías - desde el peronismo al kirchnerismo y del fujimorismo al
chavismo – las autoridades justifican la propaganda y la movilización de masas
como extensión legítima de su defensa, a fin de neutralizar a la oposición y la
disidencia.
Pocos reparan en los abusos de privilegio con los que el gobierno,
creyéndose Estado, dilapida fondos públicos para su propia conveniencia. Así,
hay presidentes que gastan horas hablando en cadenas nacionales por cualquier
cosa, tienen batallones de cibermilitantes y programas de TV para insultar a
sus críticos u ofrecen Fútbol para Todos como prioridad social. En esa
tendencia al pan y circo, otros compran y crean medios, y hasta obligan a empleados
estatales a participar de marchas, para contrarrestar otras protestas públicas.
El gobierno de Nicolás Maduro da lección sobre estos abusos. A cada
una de las marchas que organizaron los estudiantes universitarios y la
oposición, respondió con contramarchas en su honor y para hacer valer la fuerza
política de su revolución. No importó si utilizaba recursos del Estado,
empleados de la petrolera estatal, o si reprimía el derecho de reunión, que el
gobierno, según la Constitución, está obligado a garantizar y proteger.
Las movilizaciones de auto apoyo convocadas por los gobiernos, usuales
en Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, son antidemocráticas, incurriendo en
los mismos abusos de privilegio del que pecaría el oficialismo si se le
permitiera hacer propaganda política irrestricta durante una campaña electoral.
También son anticonstitucionales, no solo porque en su organización se
dilapidan recursos económicos del Estado, sino porque, como sucede, con los
piqueteros movilizados por el kirchnerismo o las camisas rojas y milicias del
chavismo, se trata de fuerzas de choque que tienen el mandato de atemorizar y
crear caos entre quienes manifiestan su descontento en marchas legítimas, con
el objetivo de validar la posterior represión estatal.
Los populismos, más que el poder del pueblo, exacerban el culto al
personalismo de sus líderes, de ahí su recurrencia en los métodos de la
propaganda que deriva en la consabida polarización de las sociedades. En
democracias más sólidas, por el contrario, el líder es visto como un servidor,
alguien que tiene más deberes que derechos, más restricciones para expresarse y
que está más expuesto al escrutinio público, en especial en épocas de
conflictividad social cuando las palabras pueden desencadenar violencia, como advierte
en sus fallos la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
El nivel de democracia alcanzado por un país puede medirse por el grado
de propaganda desplegado por su gobierno. Cuanta más ideología y manipulación
de las ideas, menor libertad y respeto por los derechos individuales. Vale
comparar a Venezuela con Chile y Brasil. Al gobierno chileno no se le ocurriría
poner a sus empleados públicos en la calle para medir fuerzas con los
estudiantes universitarios que reclaman gratuidad de estudios. Tampoco se
esperaría de Dilma Rousseff que movilice a los trabajadores del Estado para
contrarrestar las masivas protestas callejeras contra el Mundial de Fútbol.
Así
como se prohíbe a un gobierno o al oficialismo hacer propaganda electoral
durante época de campaña para proteger la pluralidad democrática, con el mismo fin
debería restringirse la propaganda ideológica, incluidas las marchas a favor de
los gobiernos, para evitar que haya abusos de privilegio y que se respeten los
derechos constitucionales.