miércoles, 26 de febrero de 2014

Michelle Obama y ejemplo para Latinoamérica

La primera dama estadounidense, Michelle Obama, estuvo en Miami insistiendo con la expansión de su programa contra la obesidad infantil, “Let’s move”, que incluye una dieta sana en las escuelas y planes de ejercicio físico.

La obesidad, que ya es considerada enfermedad y epidemia, no es patrimonio solo de EE.UU., índices peores se detectan en México, Brasil y Argentina, afectando a niños, jóvenes y adultos por igual.

La visita de Michelle se dio en el cuarto aniversario del programa y cuando el gobierno de su marido está por introducir una ley para expandir los almuerzos gratuitos y saludables en las escuelas, a la vez de prohibir los anuncios sobre bebidas gaseosas y comida chatarra en las escuelas.

Así como el ex alcalde Bloomberg prohibió las bebidas azucaradas de gran tamaño en Nueva York, el gobierno de Obama ya anunció que esas bebidas y la comida con alto porcentaje de grasas serán prohibidas en las escuelas.

El optimismo de los Obama por fortalecer el programa “Let’s move” deviene de las últimas estadísticas ofrecidas por el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades. Por primera vez en diez años, se redujo en 43% el número de niños obesos entre 2 y 5 años de edad.

Los datos certifican que la apuesta de Michelle era la correcta – pese a que a las primeras damas se les exigía abrazar causas más “importantes” - ya que está ayudando, administrativa, legal, pero sobre todo, culturalmente, a cambiar los hábitos de una población infantil que por comer mal y no hacer ejercicio, estaba destinada a la obesidad y a las enfermedades colaterales que atrae, como la diabetes II y las relacionadas al hígado y corazón.


Ante la epidemia de obesidad que está moldeando e hipotecando el futuro de muchos países latinoamericanos, el programa de Michelle (pero sobre todo los resultados) se muestra como un ejemplo y una apuesta gubernamental a seguir.

domingo, 23 de febrero de 2014

Propaganda, marchas y contrmarchas y Constitución

La virtud esencial de una Constitución es garantizar las libertades individuales de los ciudadanos; pero, más aún, imponer limitaciones y restricciones al gobierno para que no pueda pisotearlas.

En varios países esa virtud está desvirtuada. Los gobiernos las usan para crearse prerrogativas, más que para imponerse límites. De ahí la popularidad de reformas para eternizarse en el poder, como lo consiguió este mes el presidente nicaragüense, Daniel Ortega; o para restringir derechos de los ciudadanos, como se estableció en las nuevas constituciones de Ecuador y Venezuela, creándose mecanismos para defender a los gobernantes de las críticas, institucionalizándose la censura de expresión y de prensa.

En esa confusión, aprovechada por los populismos latinoamericanos de todas las ideologías - desde el peronismo al kirchnerismo y del fujimorismo al chavismo – las autoridades justifican la propaganda y la movilización de masas como extensión legítima de su defensa, a fin de neutralizar a la oposición y la disidencia.

Pocos reparan en los abusos de privilegio con los que el gobierno, creyéndose Estado, dilapida fondos públicos para su propia conveniencia. Así, hay presidentes que gastan horas hablando en cadenas nacionales por cualquier cosa, tienen batallones de cibermilitantes y programas de TV para insultar a sus críticos u ofrecen Fútbol para Todos como prioridad social. En esa tendencia al pan y circo, otros compran y crean medios, y hasta obligan a empleados estatales a participar de marchas, para contrarrestar otras protestas públicas.

El gobierno de Nicolás Maduro da lección sobre estos abusos. A cada una de las marchas que organizaron los estudiantes universitarios y la oposición, respondió con contramarchas en su honor y para hacer valer la fuerza política de su revolución. No importó si utilizaba recursos del Estado, empleados de la petrolera estatal, o si reprimía el derecho de reunión, que el gobierno, según la Constitución, está obligado a garantizar y proteger.

Las movilizaciones de auto apoyo convocadas por los gobiernos, usuales en Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, son antidemocráticas, incurriendo en los mismos abusos de privilegio del que pecaría el oficialismo si se le permitiera hacer propaganda política irrestricta durante una campaña electoral. También son anticonstitucionales, no solo porque en su organización se dilapidan recursos económicos del Estado, sino porque, como sucede, con los piqueteros movilizados por el kirchnerismo o las camisas rojas y milicias del chavismo, se trata de fuerzas de choque que tienen el mandato de atemorizar y crear caos entre quienes manifiestan su descontento en marchas legítimas, con el objetivo de validar la posterior represión estatal.

Los populismos, más que el poder del pueblo, exacerban el culto al personalismo de sus líderes, de ahí su recurrencia en los métodos de la propaganda que deriva en la consabida polarización de las sociedades. En democracias más sólidas, por el contrario, el líder es visto como un servidor, alguien que tiene más deberes que derechos, más restricciones para expresarse y que está más expuesto al escrutinio público, en especial en épocas de conflictividad social cuando las palabras pueden desencadenar violencia, como advierte en sus fallos la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

El nivel de democracia alcanzado por un país puede medirse por el grado de propaganda desplegado por su gobierno. Cuanta más ideología y manipulación de las ideas, menor libertad y respeto por los derechos individuales. Vale comparar a Venezuela con Chile y Brasil. Al gobierno chileno no se le ocurriría poner a sus empleados públicos en la calle para medir fuerzas con los estudiantes universitarios que reclaman gratuidad de estudios. Tampoco se esperaría de Dilma Rousseff que movilice a los trabajadores del Estado para contrarrestar las masivas protestas callejeras contra el Mundial de Fútbol.

Así como se prohíbe a un gobierno o al oficialismo hacer propaganda electoral durante época de campaña para proteger la pluralidad democrática, con el mismo fin debería restringirse la propaganda ideológica, incluidas las marchas a favor de los gobiernos, para evitar que haya abusos de privilegio y que se respeten los derechos constitucionales.