martes, 22 de julio de 2014

FIFA, Mundial y desigualdades

El Mundial de Brasil fue mejor de lo que se esperaba, pero social, política y futbolísticamente reveló las desigualdades y problemas de siempre.

Que en el fútbol ya no existen equipos chicos como Costa Rica, es todavía ilusión y deseo. Los mundiales siguen reservados para países con más escuela, mayor trayectoria y mejores ligas como confirman las 20 copas desde 1930. Los títulos y subcampeonatos se los repartieron entre Brasil, Italia, Alemania, Argentina, Uruguay, España, Inglaterra y Francia, mientras que a la puerta de la gloria también quedaron la eterna Holanda, además de Hungría, Suecia y Checoslovaquia, en sus épocas esporádicas de esplendor.

Más allá del histórico 7 a 1 y de la tempranera eliminación de España, Italia e Inglaterra, no sorprendió que el 80% de jugadores juegue en ligas europeas. A excepción de estas, más ricas y televisadas, las demás, incluidas las otrora poderosas de Brasil y Argentina, parecen destinadas a fabricar talentos de exportación o a reciclarlos una vez que gastan sus mejores años en el exterior.

La desigualdad se nota hasta en los puestos de trabajo. Si bien este fue el Mundial de los arqueros catapultando las cotizaciones de Bravo, Ospina, Ochoa, Romero, Krul y Neur, el fútbol sigue dominado por goleadores, confirmándose la regla con fichajes y salarios estratosféricos como los de Kroos, Suárez, Rodríguez, Messi, Neymar, Rolando y Benzema.

Políticamente el fútbol sigue carcomido por la rampante corrupción, aumentada ahora por la escandalosa reventa de entradas. La policía brasileña sorprendió con una exhaustiva investigación destapando un fenómeno que la FIFA arrastra impunemente desde Korea-Japón 2002.

Durante el operativo policial pocos quedaron a salvo. La policía persiguió y acusó a una banda de dirigentes delincuentes que revendía a un valor 12 mil dólares por entrada para la final. El primero en caer fue el británico Ray Whelan, director de Match Services, empresa socia de la FIFA, luego el franco-argelino Mohamadou Fofana, y en el medio terminaron salpicados los ex mundialistas Dunga y Jairzinho, y las federaciones de fútbol de Argentina, España y Brasil.

La FIFA, de cultura defensiva y sin transparencia, sigue escudando a quienes corrompen, lavan dinero, evaden al fisco y que, en este caso, amasaron una bolsa de 500 mil dólares por partido. El ruido le resultó ideal al presidente Joseph Blatter. Aprovechó para incumplir con su promesa de que antes de que terminara el Mundial aclararía el episodio de los sobornos que permitieron a Rusia y Qatar alzarse con las próximas sedes mundialistas. En el tumulto, Vladimir Putin se apuró a llegar al Maracaná, recogió la posta y partió rápido antes que le cuestionen si todavía sería anfitrión en el 2018.

El gobierno de Brasil se había esmerado y consiguió llegar a esta copa con menos desigualdad social. Lula y Dilma lograron que unos 30 millones de brasileños abandonaran la pobreza extrema. Sin embargo, una población inconforme usó al Mundial de escaparate para protestar contra el liderazgo político, la corrupción y los gastos superfluos de los estadios que dejaron rezagadas carreteras, hospitales y escuelas, entre otras obras más necesarias.

Desde que Brasil consiguió la copa en 2007 hubo grandes esfuerzos para esconder la miseria y la violencia. Criticada fue entonces la construcción de muros para tapar las favelas, como ahora fue la televisión por mostrar a un país lejos de su rica historia interracial. En las tribunas las cámaras retrataron al Brasil europeo, no al mestizo y hasta Pelé pareció ser el único negro.

Vale notar, empero, que el gobierno pudo detener o prorrogar el crimen. El brasileño fue hospitalario y pacífico. La no violencia, la participación masiva de mujeres y las redes sociales coadyuvaron para que este fuera el mejor de todos los mundiales como afirmó la FIFA.

A la FIFA le resta ahora buscar la igualdad en el fútbol, algo menos abstracto que promover la unidad y la paz como pregonó Coca Cola en sus comerciales y el papa Francisco desde el Vaticano. Bajo ese objetivo, la institución debería ser más transparente, rendir cuentas, sentarse sin privilegios ante la justicia y, sobre todo, invertir en ligas nacionales en crisis y con menos recursos, en vez de acumular  millones y gastar sus energías en corrupción.