No porque una ley se apegue a la Constitución tiene que ser buena. El
gobierno interpreta que la ley de medios es la panacea democrática porque la
Corte Suprema la avaló. En algunos países la pena de muerte y el aborto son principios
constitucionales, pero no por ello son buenos.
Es loable regular los espacios para que nadie concentre ni medios ni
opiniones, para que la crítica y el disenso sean plurales y diversos. Pero no
es bueno que se restrinjan espacios independientes y que, en cambio, el
gobierno pueda entrometerse en los contenidos de los medios privados, sin
límites de tiempo, para cadenas nacionales de “trascendencia institucional” o espacios
de “interés relevante” que seguirá usando para hacer propaganda.
No es bueno que la misma ley permita al Estado concentrar medios, así
sean públicos o comunitarios, a sabiendas que no existen públicos (de todos),
sino gubernamentales (para el beneficio del oficialismo) y que los comunitarios
terminarán en manos de aquellos que se alineen con el gobierno.
Que los funcionarios digan que existe plena libertad de prensa, no es
verdad. Los medios sí pueden criticar, pero sufren consecuencias y represalias.
La ley de medios nació selectiva, tiene en su ADN el método de la revancha
política, y aunque ahora el blanco es Grupo Clarín, podrá luego activarse contra
cualquier otro medio considerado opositor. Un calificativo que reciben quienes
critican al gobierno, así sean consultoras privadas que intentan medir la
inflación real o fiscales que investigan la corrupción en altas esferas del
poder.
La ley no es tan mala, pero por su ADN, existe desconfianza en cómo se
aplicará. El fallo supremo de 392 páginas es prolífico en señalar el irrespeto
del gobierno en materia de medios, por lo que no ofrece garantías de que habrá
equidad en su aplicación. La sentencia infiere que hay medios públicos que no
son tales, que el gobierno concentra medios y usa fondos públicos para comprar
medios y voluntades, condena que la publicidad oficial se utilice para
discriminar a los críticos y favorecer a los acólitos, y reclama que no existen
normas para obligar al gobierno a dar acceso a la información pública, mientras
pone en dudas que garantice la libertad de expresión, principio constitucional.
Esta ley vino acompañada de la ofensa y el desprestigio. La presidente,
su predecesor y sus funcionarios enjuiciaron en Plaza de Mayo a periodistas y
medios críticos mientras que su eslogan de “Clarín miente” sirvió de fondo en
canchas de fútbol y en zoquetes de beneficencia para niños africanos. El
escarnio público, con el fin de generar miedo y autocensura, siempre fue
intención del kirchnerismo, como de otros ismos que le antecedieron.
El gobierno supo identificar a su enemigo y polarizar. Muchos
distraídos creen que Clarín es monopolio, que el éxito o sustentabilidad
económica es degradante e ilícita o que La Nación y Perfil son cómplices y
antidemocráticos por haber expandido sus negocios y las críticas. Los más
cautos entienden que defender a Clarín, no es defender sus pecados, sino a
otros medios que en el futuro pueden ser víctimas de una aplicación política y
no técnica de la ley.
Es que cuando los gobiernos se ensañan contra los medios privados e
independientes, es síntoma de que ya lo han hecho o harán con otras estructuras
de poder. Venezuela es ejemplo. El ex presidente Hugo Chávez se ensañó por años
contra los “cuatro jinetes del Apocalipsis” en referencia a las cadenas televisivas
Globovisión, Venevisión, RCTV y Televén. Tras la sanción en 2004, la ley de
medios, destinada para crear “espacios democráticos”, sirvió para cerrar RCTV,
neutralizar Globovisión mediante su compra por allegados al chavismo, y para
domesticar los informativos de Venevisión y Televén.
Aunque tras la derrota electoral algunos vaticinen que el kirchnerismo
ya está en retirada y que Clarín podrá seguir defendiéndose en los tribunales, la
sentencia del máximo tribunal no fue buena. Por no ser concluyente y permitir
interpretaciones varias, se trató de un gesto político, perdiéndose otra
oportunidad para crear jurisprudencia en favor de la libertad de prensa.
Se trató de un aval de constitucionalidad, pero sin
la debida interpretación del espíritu, contexto y manejo político de la ley.