Las redes sociales no son perfectas. Tampoco imperfectas. O son lo uno o
lo otro según las usamos, nos mostramos y las consumimos. En definitiva, son un
reflejo de nuestros aciertos y errores, de nuestras buenas o malas intenciones.
Los algoritmos y editores de las plataformas como Twitter, Facebook,
YouTube, Instagram o TikTok a veces censuran lo que es bueno e inofensivo y
permiten lo malo y delictivo. Repito, no son perfectas. Se equivocan, como
nosotros, y también piden perdón, como Mark Zuckerberg de Facebook y Jack
Dorsey de Twitter, tras la oleada de noticias falsas, la intromisión en
nuestros datos privados e intimidad.
Pese a lo bueno y malo, las redes sociales han empoderado, como nunca en
la historia, a que cualquier persona del mundo tenga una voz, algo que opinar,
reaccionar o compartir. Sirven para convocar causas, empoderar a los
marginados, decir verdades que duelen y molestan y también para mentir, manipular
y engañar. Repito, son perfectas e imperfectas, como nosotros, los humanos.
Pero sin ellas ya no nos imaginamos el mundo. Sin ellas sería como vivir en una
pandemia o cuarentena perpetua.
¿Tienen responsabilidad legal por sus contenidos?, ¿es decir por
nuestros contenidos que distribuimos en sus plataformas? Las plataformas
argumentan que no porque no son fabricadores de contenido como los medios de
comunicación que sí son legalmente responsables por lo que publican. Las
plataformas siempre se han defendido de que no crean contenidos, sino que son
simples distribuidores. Hasta acá es un argumento razonable y amparado por ley,
al menos en EE.UU. y hasta hace unos días, cuando el intempestivo presidente
Donad Trump, enojado personalmente con Twitter, decidió firmar un decreto que
le quita la inmunidad legal y hace a las plataformas responsables por su
contenido. (Todavía es temprano para saber si el decreto tendrá dientes, le
será difícil, porque posiblemente habrá peleas ante los tribunales y será de
larga data o la Comisión Federal de Comunicaciones, la que en definitiva tiene
que validar la nueva regla, no lo hará simplemente para congraciarse con Trump.
La CFC es autónoma, independiente y sus vaivenes son más técnicos que políticos).
Pero también existe el otro argumento. Desde que las plataformas usan
algoritmos y editores para eliminar contenidos o limitar contenidos o editarlos
o hacer algunas advertencias, como sucedió con los tuits de Trump, se están
convirtiendo en editores, un rol ya no de simples distribuidores de contenidos,
sino casi parecido al de los medios de comunicación. Y por esa rendija, puede
que entre el tema de la responsabilidad ante la ley.
Digo puede porque todavía no me convence este argumento. Las redes
sociales son vastas y tienen que hacer maravillas día a día para evitar
propagar noticias falsas y hechos delictivos, como el discurso de odio o la
apología de la violencia. Desde hace años se les está exigiendo editar
contenidos.
En fin, estos argumentos y todos los grises entremedios no son de fácil
solución o tal vez no haya un “silver bullet” o una solución simple para un
problema tan complejo. Requiere una discusión de alto octanaje que involucre a
toda la sociedad civil, entre ellos las plataformas, los ciudadanos, los
medios, los legisladores, jueces y políticos. No puede haber una medida
unilateral, esta es una discusión sobre nuestras libertades como individuos y como
sociedad.
Lo que no es bueno es que salga un presidente como Trump, o cualquier
otro, ya sea Putin, Bolsonaro, Fernández o López Obrador y abusen de su
privilegio para dictar decretos en contra de la libertad de expresión para
acomodarlos a la horma de sus zapatos.
El debate debe ser más elevado, sin los enojos ni la ideología que le
suelen imponer los políticos a todas las cosas como si estuviéramos en un
proceso electoral y polarizado continuo.