Donald Trump tiene la manía
de convertir toda discusión, incluso ajena, en un referéndum personal. Le atrae
la controversia y la azuza. Quiere amor u odio. No le interesan los moderados.
Esta vez prendió fuego a la polémica
que inició Colin Kaepernick, un jugador de fútbol americano de raza negra, que hizo
costumbre de arrodillarse mientras sonaba el himno nacional o a la canción a la
bandera en señal de protesta por el racismo y la brutalidad policial contra los
negros.
Desde que se arrodilló en la
temporada pasada, las aguas venían divididas a favor o en contra de su actitud.
Cada tanto las agitaba otro deportista que lo imitaba o políticos y
celebridades que opinaban para uno u otro lado. Pero las aguas se desbordaron cuando
Trump irrumpió esta semana en la discusión.
Acusó a Kapernick de “hijo
de p…”, pidió a los propietarios de equipos que prohíban esas actitudes o que
echen a los jugadores que irrespeten los símbolos patrios. En respuesta, en el
fin de semana todos los deportistas tomaron posición. La mayoría se arrodilló, varios
equipos se quedaron en el vestuario durante el himno, el campeón de básquet de
San Francisco anunció que no iría a recibir sus honores a la Casa Blanca y llovieron
proclamas en los medios y redes sociales.
El Presidente logró así
cambiar el eje de la discusión. Lo que era una protesta ante una injusticia, el
racismo, terminó convertida en un asunto de patriotismo y a favor o en contra
de su posición: ¿Cómo alguien que disfruta de las libertades y el estilo de
vida estadounidense puede denigrar a la bandera, el símbolo que por antonomasia
representa la memoria de los millones de soldados compatriotas que sacrificaron
sus vidas por esos derechos y privilegios?
Se perdió así la rica disputa
de fondo que permitía a los más jóvenes experimentar aquellas discusiones de
otras épocas cargadas de protestas más virulentas en las que se quemaban o escupían
banderas por guerras indeseadas y conflictos por los derechos civiles de los
negros. Entonces, la Corte Suprema había sido tajante. El derecho a la libertad
de expresión y de protesta, tal se conciben en la Primera Enmienda constitucional,
se anteponen a los símbolos patrios y lo que se quiera hacer con ellos.
Lo que enervó no es tanto el
cambio de enfoque de la discusión, sino el estilo prepotente con la que Trump
la indujo, sin reparos de ninguna índole para erigirse en protagonista
principal de la escena.
Tampoco hay que menospreciar
sus cálculos, no todo es espontaneidad temperamental. Trump actúa metiendo púa
para llevar agua para su molino. Desvía la atención del racismo y otros temas
importantes como el “rusiagate”, apuntando a los deportistas, como antes a los mexicanos,
musulmanes y periodistas, con la intención de mantener enfervorizados a sus
votantes y fanáticos.
Es menos popular que antes,
pero no está solo y tiene razones. A las protestas de los jugadores también le
llueven abucheos desde las tribunas. Esta semana, Nielsen, la compañía que mide
rating televisivo, mostró que la liga de fútbol americano perdió 11 puntos
respecto a la temporada pasada. El Washington Post midió que del 19% que perdió
interés en los partidos 17% fue por las protestas. Otro síntoma fue que se
quintuplicaron las ventas de la camiseta del jugador Alejandro Villanueva, un
veterano de guerra en Afganistán, el único de su equipo que no se quedó en el
vestuario y escuchó el himno de pie con la mano sobre su pecho.
La Presidencia debería tener
un código de ética que limite a su inquilino a tomar partido por cualquier
asunto, así como los militares, policías y jueces que están obligados a ser
imparciales de opinión política. Un presidente debería guardar más coherencia
que el resto, actuar con imparcialidad y abstenerse de participar en discusiones,
permitiendo a la sociedad hacer sus propias catarsis.
Como presidente, Trump siente
la obligación de hacer respetar los símbolos patrios, aunque también debería equilibrar
su posición garantizando los derechos a la libre expresión y la protesta
pacífica como le exige la Constitución.
En un escenario ideal, Trump
debería someter sus opiniones personales a la conducta que debe asumir como
presidente. Lamentablemente el pedido es imposible. A Trump le fascina ser el
centro de todo y hacer de todo un referéndum personal. trottiart@gmail.com