sábado, 28 de abril de 2018

NICARAGUA: la catástrofe previsible


Nicaragua y su gobierno sandinista pasaron debajo del radar de la comunidad internacional por años, lo que le permitió al presidente Daniel Ortega construir un autoritarismo progresivo que recién se visualizó tras el estallido social de estos días.

La indiferencia internacional no fue casual sino estrategia trabajada por Ortega y su esposa Rosario Murillo, vicepresidenta y autoridad detrás del trono. Construyó su propia impunidad con los mismos mecanismos totalitarios que usó la dictadura de Anastasio Somoza, a la que derrotó durante una dura lucha armada que lo catapultó a su primera presidencia de 1979 a 1990.

Esas similitudes inspiraron el canto más pegadizo de las manifestaciones públicas actuales: “Somoza y Ortega son la misma cosa”. Ambos gobiernos hicieron del nepotismo su marca registrada, manipularon todos los resortes democráticos de la república, desde someter a todos los poderes públicos para su beneficio, perseguir a la oposición, censurar a la prensa, hasta coartar la libertad de expresión y mancillar el derecho de reunión. Ortega y Somoza se creyeron Estado y que el libre albedrío es un regalo de su autoridad.

El avasallamiento de estos principios básicos tiene su origen el mismo día que Ortega asumió su presente período presidencial hace 11 años, en 2007. Con la típica vocación de tirano, se sumó a la tendencia de muchos líderes latinoamericanos para reformar la Constitución y eternizarse en el poder. Y toda reforma, según indica el manual del dictador, siempre viene acompañada de fraude electoral. Ese fue su método para ganar inmunidad y esconder la corrupción y el despotismo.

Ortega y su esposa Murillo, siempre ataviada de religiosidad popular, con cantos a la Virgen y construcción de árboles de la vida, estructuras de metal gigantescas que se fueron regenerando después de una Navidad, supieron evadir la atención internacional. Compraron medios de comunicación que pusieron en manos de sus hijos y censuraron a la prensa privada e independiente. Hoy un par de diarios, entre ellos La Prensa y cuatro canales y un puñado de radios hacen malabarismos para sobrevivir ante la censura oficial que se acrecentó con el estallido social. La vicepresidenta insiste en regular las redes sociales para evitar la conversación y auto convocatoria ciudadanas.

El gobierno también incorporó a los empresarios, muchos de los cuales fueron comprados con dádivas y privilegios. Ortega supo diferenciarse de Evo Morales, Hugo Chavez, Fidel Castro y Rafael Correa, sus correligionarios ideológicos, siendo más mesurado con sus discursos anti imperio para evitar sanciones y mantener el comercio con el vecino del norte.

Toda su estrategia fue posible gracias a los miles de millones de dólares que le regaló Hugo Chávez y Nicolas Maduro, en época de vacas gordas, cuando Venezuela todavía pensaba en el milagro de una revolución del siglo 21 que terminó siendo del siglo 14. Como parásito del chavismo y buen pasar económico, Ortega tuvo el privilegio de gobernar con una fuerza desproporcionada y en silencio, lejos de los flashes.

La debacle venezolana arrastró a Nicaragua. Ortega derrochó cuando pudo haber ahorrado. En aprietos se vio obligado a meter la mano en el bolsillo de los ciudadanos con una reforma al sistema previsional, quitándoles ingresos a los jubilados. Nadie lo soportó. El estallido era evidente.

La fuerza excesiva y desproporcionada de la Policía y de la Juventud Sandinista causaron más de 30 muertos. El régimen cerró canales y censuró radios. Muchos periodistas en canales oficiales y cuasi oficiales renunciaron. Nadie quiso quedar pegado a las groserías antidemocráticas. El tema económico fue solo la gota que rebasó el vaso.

Ortega siempre usó careta de demócrata, pero nunca lo fue. Su autoritarismo es en parte responsabilidad de los nicaragüenses que esperaron mucho tiempo para gritar como ahora y de la comunidad internacional que le dejó pasar muchas arbitrariedades sin chistar.

Hace semanas terminé mi columna con “¿Suena Nicaragua?”, aludiendo a que la comunidad internacional no podía cometer el mismo error de ser indiferente a la situación nicaragüense como se fue con la venezolana. Esta catástrofe se hubiera podido prevenir si se hacía cumplir la Carta Democrática Interamericana. 
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