El director del diario La República, Perú, Gustavo Mohme me invitó como columnista invitado de su diario para que comente sobre el valor de la caricatura, luego de que su caricaturista estrella, Carlin, se viera involucrado en una fuerte controversia y hasta recibido amenazas por la caricatura sobre el expresidente Alan García que ilustra este post.
Esta es mi columna de hoy:
Los periodistas envidiamos la fuerza de los caricaturistas. Con solo un par de trazos exagerados, una dosis de
ironía y con simples analogías, abordan con simpleza temas complejos, encienden
debates e incitan hasta a los más indiferentes.
Desde que en 1754 Benjamín Franklin
creó el primer dibujo político en el Pennsylvania Gazette llamando a la unidad
por la independencia de los nuevos territorios de la Nueva Inglaterra en contra
de la Gran Bretaña colonialista, ningún diario de prestigio pudo escindir del
recurso de la parodia y el humor para complementar historias, desafiar a los
poderosos y burlar a los opresores.
Cuando en las dictaduras militares de
Argentina, Brasil o Chile los periodistas no podían poner en palabras o
imágenes los hechos reales, los editores llamaban a sus mejores dibujantes para
sabotear la censura. Tan temible era su fuerza liberadora que muchos caricaturistas
también engrosaron las desgraciadas listas de desaparecidos.
Hoy
la historia política no podría contarse en Perú sin caricaturistas como Carlin
o en EEUU sin los dibujantes que se regocijan con las ocurrencias de Donald
Trump, rebosante de atributos de los que se nutre la caricatura: es intempestivo,
burlón, profuso en adjetivos y su construida melena y tez azanahoriada son
símbolos distintivos que fácilmente adoptan los caricaturistas.
Pero, a pesar de que la caricaturesca
personalidad de Trump invita a la burla, también existen algunos límites por la
que a veces los dibujantes deben enmendar errores, pedir perdón o hasta pueden
perder sus trabajos. Sucedió con la humorista Kathy Griffin a quien la CNN la
retiró como a una de sus animadoras estrella después de sostener una foto con
la cabeza de Trump recién degollada. También ocurrió con The New York Post que
debió pedir excusas después de caracterizar a Barack Obama como a un chimpancé.
Esto demuestra que si bien la fuerza
artística de la caricatura - dibujo + sátira - escapa a los límites de
autenticidad de otros géneros como la crónica, la investigación y hasta el
video y la fotografía, no puede evadir ciertos límites éticos y legales que
tienen los medios y el periodismo.
Por un lado, no es tan importante si
se parodia a Trump o a Obama, a Alberto Fujimori o a Alan García, como que la sátira
esté apegada a los hechos y al contexto, y que sea imparcial y diversa en
personajes, alejada de la ideología política de los retratados. Por el otro,
los límites legales como la apología de la violencia o del terrorismo, el
discurso de odio y la discriminación, son infranqueables para todos los
géneros, incluida la caricatura.
Estas responsabilidades admitidas por
los medios invitan a los ofendidos a acudir a los tribunales para resolver
conflictos y no a hacer justicia por manos propias. La masacre en la sala de
Redacción de la revista satírica francesa Charlie Hebdó a manos de musulmanes
fanáticos por la caricaturización de Mahoma con un turbante de bombas,
distancian la barbarie de la conducta de tolerancia a la expresión que debe
existir en un estado de derecho.
En el nuevo contexto digital, en el
que los memes, el bullying y los insultos pululan sin límites ni filtros en las
redes sociales agitados por la polarización política, hay que celebrar que los
medios y el periodismo profesional tengan al humor político como uno de los géneros
más potentes para crear debate y construir democracia.