sábado, 25 de marzo de 2017

Trump y su depósito de confianza

Donald Trump empezó su Presidencia con su depósito de confianza semivacío. Su pasado de celebridad televisiva lo hizo famoso, pero no creíble. Las acusaciones que vertió sobre sus colegas candidatos causaban gracia, pero no confianza. Terminó ganando las elecciones porque el depósito de Hillary Clinton estaba más vacío aún.
Cada uno posee un depósito o una imagen de credibilidad que proyecta hacia los demás; algo crucial entre aquellos individuos o instituciones cuyo trabajo depende de la confianza del público, como un presidente, una periodista o un padre en su familia. El reservorio aumenta o decrece según las acciones y dichos que se asumen. La ecuación es simple: Más verdades, mayor credibilidad; más mentiras mayor desconfianza.
Recuperar la confianza perdida no es fácil, menos en política. Muchas veces, como en la fábula del pastorcito de ovejas y el lobo, se desconfía hasta de la verdad cuando la antecedieron mentiras acumuladas. Para revertir la incredulidad, se requiere una alta dosis de buena conducta, verdades sistemáticas y resultados exitosos.
Esta no parece ser la fórmula de Trump. En la Presidencia creó más desconfianza, sobre la base de mentiras, exageraciones y teorías conspirativas. Su popularidad ahora es menor al 30%. El riesgo de gobernar sin sustento popular es alto. El Congreso, incluidos sus propios partidarios, no le respetan ni se sienten presionados para votar sus leyes, como ocurre con el nuevo plan sanitario con el que busca reemplazar al Obamacare. Y eso que está en el período de gracia de los 100 días, cuando al primer mandatario se le conceden casi todos sus deseos.
Trump deambuló varios años diciendo que Barack Obama no podía ser presidente por haber nacido fuera de EEUU. Aquella alharaca no le pasó factura porque lo hacía desde un lugar sin responsabilidad política. Distinto es ahora. Como presidente está obligado a fundamentar sus acusaciones con evidencias.
Algunas de sus exageraciones fueron inofensivas, como la que en su juramento había más gente que en el de Obama; algo que las fotografías desmintieron. Otras fueron graves, como cuando acusó a Obama de haberle intervenido los teléfonos en la Torre Trump durante la campaña electoral.
Se quedó con pura retórica, sin aportar pruebas. El director del FBI, James Comey, y el Comité de Inteligencia del Senado lo desmintieron con resultados de investigaciones en mano: “No existe evidencia” de espionaje como tal. Encima de eso, Comey dijo que su agencia abrió una nueva investigación sobre las sospechas de que el equipo de Trump mantuvo relaciones con el Kremlin; y que los hackers rusos terminaron dándole un empujoncito en la recta final del proceso electoral, a expensas de Hillary.
Trump tendrá que dar un buen viraje de timón si quiere llegar a buen puerto. Deberá cambiar de actitud, estilo y discurso. Debe dejar de lado los tuits altisonantes, alejarse de las conspiraciones y dejar de calificar de noticia falsa toda información que le disguste o no le conviene a sus intereses. La prensa, dolida por haber sido tildada de “enemiga del pueblo”, no le deja pasar una. Sus discursos, tuits y mensajes son escudriñados al máximo en busca de tergiversaciones y datos no verdaderos.
Trump está en aprietos, pero el problema lo excede. La bufonería política que se ha hecho marca registrada de unos cuantos líderes en muchos países, está carcomiendo la confianza del público en las instituciones. Varios estudios en democracias adultas y adolescentes, como las europeas y latinoamericanas respectivamente, advierten que la desconfianza pública sigue en caída libre.
La relación democracia/desconfianza es simple. La gente está cansada del ruido, de las expectativas incumplidas y de los personalismos ególatras que anteponen los intereses partidarios al bien común.  
Seguramente Trump sabe que con la confianza por el piso es presa fácil y que hacer leña del árbol caído es deporte en la política. Pero lo traiciona su personalidad.

Para revertir su situación deberá gobernar bajo la fuerza y la apariencia de la verdad. Solo así logrará recuperar y aumentar la confianza del público. El idioma inglés le enseña la fórmula correcta. La verdad y la confianza (truth y trust), palabras que comparten la misma raíz, lo invitan a caminar en esa dirección.  trottiart@gmail.com

domingo, 19 de marzo de 2017

Poniéndole el cascabel al dictador Maduro

Finalmente el régimen de Nicolás Maduro quedó expuesto. Es una dictadura dominada por una cúpula plagada de narcotraficantes que impone leyes y justicia a su medida, traicionando y violando los derechos individuales básicos de sus ciudadanos.

La denuncia más contundente contra Maduro quedó reafirmada este martes. El secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, pidió la aplicación de la Carta Interamericana Democrática o la expulsión de Venezuela de la institución si el gobierno no convoca a elecciones, crea un órgano electoral independiente, despolitiza la Justicia y libera a los más de 150 presos políticos en su haber.

Venezuela tiene 30 días para maniobrar, pero sería extraño que no consiga controlar a dos tercios de los 34 miembros que se requieren para la expulsión. Todavía, pese a su paupérrima economía interna desgastada por más de 400% de inflación y una carestía inimaginable, le queda algún aliento petrolero para embardunar las voluntades de pequeños países caribeños que mantienen una mayoría de votos uniformada.

Maduro siempre ha defendido su autoritarismo sobre la base de una cháchara anti imperialista a la cubana y se ha escudado bajo el subterfugio de la soberanía nacional que ya nadie compra. Desgastada la excusa, insistirá sobre su vocación de diálogo, ya sea con los expresidentes José Luis Zapatero y Leonel Fernández, o invocando al mandatario Juan Manuel Santos y hasta el papa Francisco, con tal de comprar más tiempo, inmunidad e impunidad.

Tampoco hay que descartar que Almagro tenga éxito. Tiene que haber medido las voluntades para sentenciar al régimen de esta forma. Su denuncia de 75 páginas fue contundente, "ruptura total con el orden democrático”. El contexto y las evidencias le dan la razón.

El chavismo es una dictadura. Desconoce al Congreso, politizó los poderes Judicial y Electoral, desconoció el proceso constitucional de referendo revocatorio, pisotea la libertad de prensa, persigue, encarcela o expulsa a disidentes sin debido proceso y su cúpula goza de los privilegios económicos que le niega a la población. Si la revolución bolivariana no endereza pronto su política y economía, corre el riesgo del desborde y estallido social.

Maduro ya no goza de las simpatías que despertaban sus petrodólares. Su verborragia y victimización están demodé. Su impopularidad es galopante en todos los frentes. Lo expulsaron de clubes como el Mercosur, Mauricio Macri y Pedro Pablo Kuczynski lo desafían y los acreedores lo acorralan.

Si el contexto político y económico interno es desfavorable, las evidencias internacionales son aún más concluyentes. El Departamento del Tesoro estadounidense situó al vicepresidente venezolano en la lista de narcolavadores, congelándole fondos por más de tres mil millones de dólares. En Nueva York, dos sobrinos de Maduro procesados por narcotraficantes, siguen en busca de reducción de condenas con sorprendentes confesiones que salpican a más de un encumbrado chavista.

Rodeado de aguas turbulentas, Maduro tiene cada vez menos opciones. La que siempre le sirvió es la de la agitación. Violencia, estallidos y una oposición desafiante pueden darle excusas para fortalecer el autoritarismo y atizar un diálogo – al que nadie se puede negar – para seguir legitimado su reinado. Otra opción es renunciar al poder al estilo Alberto Fujimori, no desde Japón, sino en La Habana. Otra posibilidad es un nuevo autogolpe, con un gobierno sin Maduro, lo que le permitiría al chavismo una salida airosa y estirar las elecciones hasta el 2018.

Almagro tal vez no logre su objetivo. Varios gobiernos – Brasil, Costa Rica, Perú – prefieren más cautela y creen que la invocación de la Carta Democrática serviría para buscar otras alternativas, no para expulsión.

Lo interesante del informe, sin embargo, es que le pone el cascabel al gato. Ya nadie podrá decir que se trata de una democracia imperfecta: Es una dictadura. Además, Almagro obliga a todos los gobiernos a salir del silencio cómplice con una apelación directa al sentido interamericano: “Aprobar la suspensión del desnaturalizado gobierno venezolano es el más claro esfuerzo y gesto que podemos hacer en este momento por la gente del país, por la democracia en el continente, por su futuro y por la justicia”. trottiart@gmail.com