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marzo 17, 2018

El Big Bang, Stephen Hawking y mi mamá


El mundo perdió a un grande y yo a una referencia. Nunca estuve muy atento a sus predicciones celestiales sobre si la Humanidad se extinguirá en 600 años, si Dios fue quien apretó el botón del Big Bang o si lograría conciliar la relatividad de Albert Einstein con la energía cuántica de los agujeros negros.

Mi referencia con Stephen Hawking siempre fue mucho más terrenal; más empática con su sufrimiento que con sus descubrimientos. Murió por la misma enfermedad incurable que sufrió mi mamá, esclerosis lateral amiotrófica (ELA), una dolencia degenerativa del sistema nervioso.

Hawking fue inspiración y esperanza. Con su carisma popularizó la ciencia como Carl Sagan y por su intelecto compartió pedestal con Einstein, Newton, Galileo, Pitágoras y otros científicos que hicieron historia. También fue esperanza para millones de personas a las que les pronostican que sus vidas se apagarán en dos años o, con suerte, en un par más. Misteriosamente, como el Universo, Hawking sobrevivió más de 50 con la enfermedad.

El diagnóstico a mi mamá también fue de dos años, pero vivió cinco. No por ello la enfermedad fue menos cruel. Como un agujero negro, el ELA le fue chupando y  consumiendo cada signo vital de su cuerpo. La dolencia no sería tan brutal si no fuera que los pacientes tienen lucidez hasta el último soplo de vida. Los pulmones colapsan tras una parálisis eslabonada que empieza por los músculos de cada miembro, se extiende por el tronco y se apodera hasta de las cuerdas vocales y los párpados.

Tal era la claridad mental de mi mamá, que ya postrada, desde que su cuerpo había perdido la robustez para estar en silla de ruedas, con un movimiento insistente de ojos le advertía a mi papá que debía llamar a Miami o Madrid para saludar a uno de sus seis nietos en su cumpleaños. Tuvo lucidez hasta un 10 de abril, día que sus pulmones colapsaron. Quisquillosa como siempre, estoy convencido que aguantó hasta el día después del cumpleaños de Sofía, su nieta, para no estropearle la celebración.

Me fue difícil soportar al ELA en la comodidad de la distancia. Cada visita a su casa era una tortura al ver como la vida de una persona enérgica y de fe irreductible se desvanecía progresivamente sin esperanza. Todavía dudo si en el martirio de sus últimos días no habrá flaqueado su mente y perdido la Fe.

El golpe mayor lo sufrí cuando tuve que ir a ver a un neurólogo en el Hospital Palmetto de Miami para que descifre el diagnóstico que los médicos no le habían querido comunicar a mis padres. Después de contarle que ni médicos ni curanderos habían acertado con los remedios para aliviar el entumecimiento de sus piernas, el neurólogo abrió el sobre, ojeó y me dijo: “aquí está”. Señaló las siglas ELA escondidas en el segundo párrafo, y sin la piedad de los médicos de mi mamá en Argentina, sentenció: “Su madre tiene Lou Gehrig… le quedan dos años de vida”.

Sentí un baldazo de agua helada sobre mi cabeza como el que se hizo viral en 2014 para crear conciencia sobre el ELA. Debe haber sido la misma sensación que sintió mi mamá cuando mi papá le dio la noticia y el aturdimiento helado que sintió Hawking cuando el médico le vaticinó dos años de vida y “una derrota muy fuerte” contra una enfermedad apocalíptica. Entonces, Hawking tenía 21 años y el mundo en sus manos: primera novia, nueva universidad y toda una vida por delante para estudiar “el matrimonio entre el espacio y el tiempo”, tal lo encarnó Eddie Redmayne en el film “La Teoría del Todo”.

Desde aquel anuncio, hasta sus 76 años, Hawking entendió que “alguien” le regaló vida. Creo que logró sintetizar todos sus descubrimientos en una frase de científica humanidad: “El Universo no sería gran cosa, si no fuera hogar de la gente a la que amas”. Enseñanzas simples como estas y otras muy complejas, deberían inspirar a gobiernos e instituciones a volcar más recursos para descubrir la cura del ELA.

Obviamente las distancias entre el universo de Hawking y el de mi mamá son siderales, pero confluyen en un agujero negro común. Ambos, en definitiva, creyeron que debe haber vida o una razón más allá de las estrellas. Él, desde la complejidad científica, siempre buscando descubrir al responsable del Big Bang y ella, desde la simpleza terrenal de la Fe, nunca teniendo dudas sobre quién fue El responsable. trottiart@gmail.com

marzo 22, 2015

Supermujeres

Atribulada por la corrupción galopante, las protestas sociales y la caída precipitosa de popularidad, Dilma Rousseff se desdibujó como la heroína que podía catapultar el papel de la mujer brasileña a otras alturas.

Su historia de joven revolucionaria, sufrida por las torturas y conquistadora de multitudes, era buen precedente, pero ahora resulta insuficiente. A no ser que revolucione con leyes anticorrupción más estrictas y encarcele a todos los corruptos que deambulan la órbita del poder, Dilma difícilmente podrá reivindicarse como líder y a su género.

Una lástima. La trituradora de la política ha debilitado su liderazgo en la lucha contra la violencia de género. Como en muchos otros países, tal el caso de Guatemala, India y México, donde los feminicidios son cosa de todos los días, Brasil tampoco es paraíso para las mujeres. Cada 90 minutos una es víctima de violencia.

Todo esto, pese a que semanas atrás, cuando Madonna denunciaba a capa y espada que “las mujeres seguimos siendo el grupo más marginal” y que “los derechos de los gais han progresado más” que el de las mujeres, en Brasil se aprobaba una ley importante, que considera un agravante el homicidio por violencia de género, elevando las penas a 30 años de cárcel.

Madonna, más allá de las controversias que desata, es una de estas supermujeres que constantemente reivindica el papel de sus pares en la sociedad. Pero no todas lo pueden hacer como ella desde posiciones privilegiadas. Muchas lo hacen como amas de casa o madres, para quienes no hay premios ni reconocimientos; como monjas de clausura incomprendidas; o como periodistas, científicas o ejecutivas con mayor capacidad que los hombres, pero por menos paga, como lo reclamó ovacionada la actriz Patricia Arquette en la gala de los premios Oscar.

Confieso que no me generan tanta admiración una ejecutiva o una premio Nobel como aquellas más vulnerables que se exponen a las arbitrariedades. Como una refugiada que deja todo con tal de salvar a sus hijos de una guerra; como la ama de casa pobre que con esfuerzo cose para afuera; como aquella que sigue los pasos de la Madre Teresa a favor de pobres y enfermos; o como Dilma y tantas otras, que no tuvieron más remedio que sobreponerse a su desgraciado destino y pelear contra la opresión.

Muchas son las heroínas que se la juegan a diario. Cinco de ellas están en China, todavía encarceladas desde que el 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, quisieron lanzar una campaña con folletos y pegatinas en contra del acoso sexual en el transporte público. Las procesaron acusándolas de “provocar disturbios”, cuando solo pretendían crear conciencia pública sobre este tipo de abusos que en India, y en varias ciudades de Latinoamérica, suelen alcanzar el grado de violación y asesinato. La desproporción de fuerzas fue un mensaje. Las autoridades quisieron silenciar a una minoría política que busca crear una ley contra la violencia doméstica y el acoso sexual, y evitar así que la mala imagen de China se propague por doquier.

En América Latina también existen supermujeres que deben luchar contra la opresión diaria. Una de ellas es la periodista cubana Yoani Sánchez cuya imagen humilde y frágil a primera vista, esconde la determinación y valentía con la que se opuso al régimen castrista, combatió la censura y se sobrepuso a los golpes y al desprestigio cotidiano. Una heroína que se abrió paso con su pluma y sus gritos por libertad en su blog Generación Y y en 14ymedio, el primer diario digital estructurado e independiente.

Cuando uno da nombres y ejemplos, corre el riesgo de omitir muchos. En mi caso sería injusto que no reconociera a quien considero mis dos supermujeres, quienes más me han influenciado y que hicieron y hacen una diferencia en mi mundo: Mi madre y mi esposa.

A mi mamá la Tota le debo lo que soy;  hace mucho que se fue, pero su espíritu vive sin tiempo ni espacio en todo mí ser. A mi esposa Graciela, después de 30 años de casados, cumplidos este 20 de marzo, le debo todo lo demás: Nuestros hijos, lo que ellos son y lo que yo aprendí a ser. Esa es su obra más generosa, sin egoísmos, habiendo postergado sus sueños personales para abrazar los nuestros. A ambas les estaré siempre en deuda y muy agradecido. 

Tensión entre la verdad y la libertad

Desde mis inicios en el periodismo hasta mi actual exploración en la ficción, la relación entre verdad y libertad siempre me ha fascinado. S...