No me acuerdo qué hice
ayer. Ni qué desayuné esta mañana. Pero hay algo que sí recuerdo con una
claridad cinematográfica: lo que pasó hace cuarenta y un años, el lunes 6 de
agosto de 1984 a las 2 de la tarde cuando le di el primer beso a quien, sin
saberlo del todo, sería el amor de mi vida.
Fue una epopeya. No
existían redes sociales donde medir el humor del momento. Nadie subía videos
explicando “5 señales de que le gustás”, ni había tutoriales en YouTube sobre
cómo leer el lenguaje corporal. Tampoco existía una app que te dijera: “es tu momento,
crack, ahora o nunca”. Nadie hablaba de mindfulness ni de gimnasios y no había
inteligencia artificial que, con solo escribir “el primer beso”, te escupiera
un poema al estilo Bécquer o un guion romántico para Netflix. Y ni soñar con
agarrar un teléfono de disco para sacarnos una selfie, o llenar de emojis las
cartas de papel que llegaban más lentas que a caballo. Entonces, de lo que uno
estaba armado era de intuición, pálpito y de una pizca de superstición
futbolera.
Ese lunes a la mañana,
en San Francisco tomamos el Expreso que en tres horas nos dejaba en Córdoba. La
noche anterior había ensayado varias poses y entradas para “declararme”.
Graciela ya me había dado algunos indicios positivos, pero mi yo (el malo e inseguro)
me decía: “te va a rebotar”. Subí al colectivo con el pie derecho. Compré
varias cajitas de Adams de menta para estar listo.
Faltaban 15 minutos
para llegar a la terminal de Córdoba. “Ahora o nunca”, me dije. Abrí otra
cajita de chicle y en vez de lanzarme imaginé que ella preguntaría: “¿no querés
decirme algo?”. No me preguntó nada. Llegamos a Córdoba y me dije: “¡acá está
el cagón número uno del país!”.
Preferí que no
tomáramos un taxi. Ofrecí caminar quince cuadras y llevar las valijas (dos y un
bolso de mano, sin rueditas por entonces). La idea era tener más tiempo y, en
un descuido o bocacalle, me lanzaría a la piscina. Tampoco pude. En vez de
doblar para irme a la pensión, puse a relucir mi valentía: “no te voy a dejar
sola...”, como si fueran las 11 de una noche oscura, cuando era la 1 de la
tarde a pleno rayo de sol. Pero funcionó. “Dale...”, me dijo. “Luz verde”,
pensé.
Subimos el ascensor. Yo
siempre con el pie derecho. Faltaban 15 para las 2 de la tarde. Llegué a la
puerta y me preguntó: “¿tenés hambre? ¿querés pasar?”. OBVIO, pero no dije
nada. Entré con el pie derecho. Fuimos a la cocina a la que se entraba de costado.
Yo estaba temblando,
con las manos mojadas y una punzada en el estómago. Estuve por decirle lo más
romántico imaginable: “qué linda te está quedando la tortillita...”. Por
suerte, mi yo interior (el bueno) me paró en seco y pidió que buscara en mi
Siri interna algo más elegante. Mientras pensaba qué decir, ella se adelantó:
“¿y vos qué querés?”. Interpreté que no hablaba de la tortilla. Me abalancé y
sin palabras... “shmuack” como en los cómics de Batman. Fue un beso tímido, con
sabor a sincero... y se prolongó. Me olvidé lo que tenía que decir. Nos
olvidamos de la tortilla, que era rápida y de estudiante.
Cuarenta y un años
después, me sigo acordando de cada segundo, de aquel momento con miedo y sin
red. Muchas veces me pregunté qué hubiera pasado si mi yo no me hubiera
empujado a la piscina o si Graciela no hubiera cerrado los ojos. Meses después
y tras decenas de cartas con emojis a mano, nos casamos en Estados Unidos. Pero
esa es otra historia.
Nuestra celebración más
íntima es esta, un 6 de agosto a las 2 de la tarde. Aquel momento en una cocina
angosta, sin palabras ni planes, hoy se expande en los descendientes de aquel
primer beso: nuestras nietos e hijos y sus parejas. Y también en los momentos
compartidos con Graciela que, cada tanto, me pregunta: “¿y vos que querés?”.
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