Casi todos los presidentes del continente tienen asuntos pendientes
con la justicia. Algunos porque no la procuran con voluntad política como el
mexicano Enrique Peña Nieto. Otros porque se adueñaron de ella con jueces y
fiscales gubernamentales como Nicolás Maduro y Rafael Correa. Muchos porque la
evaden constantemente como Cristina Kirchner y otros porque enfrentan a dos tipos
de justicia, la ordinaria y la política, como Dilma Rousseff.
En Brasil la dura justicia ordinaria, que ya envió ministros,
legisladores y empresarios a la cárcel, está ahora apuntalada por
manifestaciones de gente que piden la cabeza de la presidenta, cansadas y
frustradas por tanta corrupción. El peligro es que las marchas también incentivan
la justicia paralela, esa que administran en el Congreso los legisladores,
muchas veces guiados por revanchismos y oportunidades políticas, más que por el
bien común.
La justicia brasileña ya demostró resolución e independencia, por lo
que sería prudente esperar su juicio a tener que soportar un revoltijo entre
poderes públicos que solo logrará debilitar la democracia. Sería mejor darle
tiempo a la Corte Suprema para que resuelva los 54 expedientes que, entre
otros, vinculan dineros mal habidos de Petrobras a la fundación y negociados
del expresidente Lula da Silva y a las campañas electorales de la presidenta Rousseff.
La justicia brasileña junto a la de Uruguay, Costa Rica y Chile, es la
que ha demostrado mayor independencia, de ahí su eficiencia. En varios países,
con justicia contaminada, se observa como un sistema corroído por el poder
político genera un círculo vicioso del que se retroalimenta la corrupción y la
impunidad infinitas.
Argentina es el caso típico. Los casos irresueltos se amontonan,
algunos de alto voltaje internacional, como el atentado contra la AMIA y la
muerte todavía dudosa del fiscal Alberto Nisman. Si a estos casos se les suma la
inmunidad de autoridades y funcionarios comprada a través de jueces y fiscales
adictos, nadie debería sorprenderse cuando el sistema político parece
desmoronarse, hasta lo más simple termina traumático y forzado, el desarrollo
del país se estanca, las inversiones extranjeras anidan en otros lugares,
mientras que la inseguridad pública y la violencia se tornan intolerables.
No puede haber confianza interna e internacional cuando la élite del
país vive de privilegios, blindándose con leyes especiales y tribunales
adictos. En este tipo de sistemas corruptos, en el que se incentivan todo tipo
de vicios, no es fácil ser juez o fiscal independiente.
Los casos de Perú, Colombia, México (y ahora Argentina), demostraron como
los sistemas judiciales suelen debilitarse después de ser domesticados por la
política, volviéndose cada vez más permeables a las mafias y el narcotráfico.
No por nada los obispos argentinos, que ya habían adoptado la máxima del papa
Francisco de que la falta de independencia judicial equivale a “terrorismo de
Estado”, están ahora implorando a los políticos a que hagan algo contra el
narcotráfico, ante la indiferencia palpable en la campaña electoral de cara a
las elecciones de octubre.
La experiencia de países que estuvieron a la puerta de ser “Estados
fallidos” debido al avance y connivencia del narcotráfico con las instituciones,
demuestra que los narcotraficantes siempre aumentarán la apuesta para que la
justicia sea corrupta y débil, para que de esa forma puedan actuar con mayor
impunidad.
En contextos así, difícilmente los jueces pueden ser equitativos y probos.
Además de sus propias tendencias y convicciones, tienen que lidiar con leyes
que no muchas veces comparten. Mandar a la cárcel a alguien por tener un par de
gramos de marihuana para consumo y no poder hacerlo con otros que roban
millones, pero se blindan con leyes y sobornos, es parte de la frustración.
Está visto que la justicia es un ideal y es
perfectible, porque rara vez satisface a todas las partes. Pero cuando está
domesticada, jamás puede ser buena. La justicia politizada es el mayor vicio
del subdesarrollo.