Ante fuertes sospechas de que el 14 de
abril ganó mediante fraude electoral, Maduro recorrió esta semana Brasilia,
Buenos Aires y Montevideo. El viaje no tuvo intención económica sino política.
Como fachada ofreció acuerdos para trocar petróleo por alimentos, pero el
objetivo fue bloquear posibles consensos para que desde el Mercosur, la UNASUR
o la OEA, se intente sugerir la revisión de las elecciones o activar la Carta
Democrática Interamericana.
Venezuela también usó esta semana la diplomacia
preventiva a través de Petrocaribe. Incorporó a Honduras y Guatemala, aumentando
su póliza de seguro con países que si bien se benefician ahora con petróleo a precios
reducidos y diferidos y bajas tasas de interés, endeudan a sus gobiernos del
futuro.
La defensiva de Maduro es lógica. Busca contrarrestar
la ofensiva de miembros y legisladores de la oposición que, evidencias en mano,
se pasearon por varios países latinoamericanos a denunciar el fraude. Cuentan
con más de cuatro mil denuncias de empleados públicos despedidos por no votar
por la revolución, un par de presos políticos y sus propias cicatrices y
moretones, desde que fueron brutalmente golpeados en la Asamblea Nacional, mientras
el titular del recinto, Diosdado Cabello, ordenaba cerrar las puertas y les
prohibía hablar o cobrar sueldos por no reconocer a Maduro presidente.
En el Cono Sur no debe haber sido fácil
escuchar a Maduro. Fue a validar métodos similares que estos gobernantes
sufrieron en manos del autoritarismo cuando estaban en la oposición o
proscriptos. Pero ironías del destino, en Argentina, donde más juicios se hicieron por las
violaciones a los derechos humanos del pasado, Maduro tuvo pan y circo en
estadio de fútbol, donde se lo vitoreó por decir que vio a Chávez “en cada
esquina de Buenos Aires”.
En su primer
periplo, Maduro no consiguió simpatías como despertaba Chávez, pero tampoco
creó enemigos. Habló del manido tema del imperio, pero limitó su perorata sobre
denuncias de sabotaje. Ni siquiera mencionó al ex presidente colombiano Álvaro
Uribe como a su nuevo “asesino”, ni hostigó a gobiernos de Perú y España, que
se ofrecieron como intermediarios, pidiendo mayor tolerancia y diálogo para
superar la crisis.
En lo
político, Maduro dio un paso positivo para neutralizar a sus aliados. Pero en
la calle no se lo tomó en serio, todavía se lo reconoce como interlocutor de
pajaritos y pese a que trata de ganar adeptos mezclando a Artigas y Bolívar,
con Chávez y Perón, se interpretó que fue a “comprar” legitimidad. Todos saben
que Venezuela está comprometida, que una caída de los precios del petróleo reduciría
la beneficencia diplomática y, con ello, se desmoronaría la revolución.
Por otro
lado, Herique Capriles, cree que habría ganado por 400 mil votos en lugar de perder
por 224 mil de no haber sido por el fraude. Convencido, no cesa de denunciar el
fraude y exige anulación de los comicios ante el Superior Tribunal Electoral.
Aun reconociendo que la justicia responde al gobierno, sabe que su prédica es
la única herramienta para desafiar al poder y para obligar a las instituciones
a responder y ser transparentes.
Lo gran duda es
si fue buena su decisión y de la oposición no acudir al proceso de auditoría
que el Consejo Nacional Electoral empezó esta semana. El hecho de que no se
quiere validar otra irregularidad, porque el conteo es incompleto y no se revisarán
los padrones electorales donde se confirmarían evidencias de miles de votos
dobles y de fallecidos, demuestra la impotencia de la oposición ante un poder
que lo puede todo y que no tiene vergüenza de nada.
Hubiera
sido mejor seguir vigilando el proceso de auditoría de cerca y deslegitimarlo sobre
la marcha si era necesario. Es que la oposición ya tuvo una pésima experiencia cuando
se retiró de la Asamblea General y de las elecciones parlamentarias en 2005. En
lugar de dejar sentado un principio, le extendió un cheque en blanco al
oficialismo y, de esa forma, legitimó e incentivó los abusos que buscaba frenar.