Finalmente,
una decisión política del gobernador texano, Rick Perry, se llevó puesta la
vida del mexicano Edgar Tamayo, pese a las esperanzas de todo México, las
peticiones del gobierno de Enrique Peña Nieto y de Barack Obama, las miles de firmas
recopiladas por Amnistía Internacional, las plegarias de vecinos y familiares y
la expectativa indescriptible en las redes sociales donde se clamaba que la
sentencia de muerte fuera suspendida.
Nada
importó, ni siquiera los tratados internacionales argumentados por México sobre
que Tamayo debería haber tenido asistencia consular ni que Perry y Peña Nieto hayan
estado cara a cara en Davos. El gobernador republicano era el único que podía
haber detenido esta ejecución, pero tampoco hay que cargarle todas las culpas,
ya que no es él el hacedor de la pena de muerte ni quien la administra.
El
mayor responsable de esta política de “ojo por ojo, diente por diente” sigue
siendo toda una sociedad que tolera o, al menos, que solo despierta a los
avatares de la pena de muerte cada vez que impacta la noticia de una ejecución
en particular; no de todas.
A esta
altura del desarrollo social y cuando hay conciencia extrema sobre los derechos
humanos - y hasta por los derechos de los animales y la ecología - parece una gran contradicción que una sociedad
civilizada, consciente, pueda ponerse en el papel de ejecutor para arrebatarle
la vida a una persona.
Es
verdad que Tamayo cometió un crimen, mató a un policía, y que otros criminales
cometen delitos aún más atroces y hasta indescriptibles, y que por eso existe
la reacción intestina de desearle a alguien la muerte. Sin embargo, pasar de
esa reacción primaria, a establecer leyes que nos justifiquen matar a una
persona, nos convierte a todos en criminales.
Un
asesinato legal, como el que ampara la pena de muerte, nos iguala a todos en lo
más bajo de lo humano. Y uno se pregunta ¿Por qué entonces sorprenderse con
aquellos gobiernos y culturas que condenan a sus reos a latigazos o a morir a
pedradas? ¿Por qué sorprenderse por los crímenes de Estado cometidos por
gobiernos dictatoriales cuando también se amparaban en leyes, decretos o en necesidades
oscuras de conveniencia sobre seguridad nacional? ¿Por qué culpar a ciudadanos
que hacen justicia por manos propias después que el Estado permite a los
malhechores seguir con sus crímenes y permanecer en la impunidad?
Lamentablemente, la discusión moral y ética sobre la pena de
muerte termina siendo disgregada por otro debate que a muchos parece divertir,
pero que es aún más repulsivo: ¿Cuál es la forma más digna de morir? ¿Cómo
mejorar las dosis de drogas para que la inyección letal tenga efectos más
rápidos o cuál será el voltaje más apropiado para matar pero no quemar o
fulminar y así guardar las apariencias de una muerte noble?
Estos
ruidos sobre el cómo matar a una persona, no nos debieran apartar de la esencia
misma de una discusión silenciada: ¿Por qué matar legalmente? ¿Por qué permitir
que un gobierno mate? ¿Por qué arrogarnos el destino y juagar a ser Dios?
En su
última carta y despedida a sus familiares, Tamayo les imploró que “nunca, nunca
se olviden de mí”. Ojala que su pena de muerte no sea en vano y sirva para
capitalizar una profunda discusión.