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febrero 22, 2015

El populismo y las nuevas mayorías

Con las marchas de #F18 en Buenos Aires y Caracas pidiendo justicia por un fiscal muerto y un alcalde preso, el ciclotímico péndulo de la política latinoamericana pareciera que está iniciando su oscilación hacia el otro extremo.

Los gobiernos populistas de Cristina de Kirchner y Nicolás Maduro recordarán que en esta fecha no fueron desafiados sus gobiernos, sino la forma de gobernar. Las protestas por la muerte dudosa del fiscal Alberto Nisman y el arbitrario encarcelamiento del alcalde Leopoldo López desde hace un año, son síntoma de dos sociedades que se cansaron de la impudicia y la inmunidad del poder.

Ambos gobiernos perdieron mucho de la popularidad que ostentaban en otras épocas, en parte real y en parte ficticia, creada con clientelismo, demagogia y propaganda. Hasta ahora reinaron a base de divisiones y polarización, pero en el camino generaron más desigualdades de las que prometieron remediar.

Así como otros discursos e ideologías se fueron extinguiendo, desde la neoliberal a la nacionalista o de la socialdemócrata a la progresista, el populismo latinoamericano está tocando fondo y desacreditado. En Argentina y Venezuela la inflación es agobiante, la corrupción exorbitante y la inseguridad desconcertante, razones que han dejado a estos populistas sin sus acostumbradas mayorías. Ni Kirchner ni Maduro juntan más del 20 por ciento de aprobación y las nuevas mayorías los culpan del desparpajo actual.

Las nuevas mayorías son espontáneas y heterogéneas. Ya no son cacerolazos en barrios pudientes o mitines liderados por opositores en sedes de partidos, sino marchas, tuits y desesperanza convocadas por fiscales y jueces asediados. Las nuevas mayorías incluyen a desesperados de todos los estratos sociales, cansadas de tanta inseguridad e injusticia, y que el derecho a la expresión y el disenso siempre sea descalificado por apátrida y golpista.

Las protestas del #F18 desafiaron la arrogancia y el atropello como forma de gobernar. Las nuevas mayorías están molestas de que sus gobiernos no reconozcan errores y desestimen la autocrítica. Que miren hacia otro lado o hacia Atucha, que sigan armando contramarchas y actos oficiales con militantes pagados o usando cibermilitantes para invadir redes sociales con etiquetas #TodosconCristina, cuando el clamor es por justicia y #TodosconNisman.

Las nuevas mayorías son desconfiadas. Ya no creen en la cancillería argentina cuando envía cartas acusando a los servicios de inteligencia israelíes y estadounidenses de todos los males, desde la muerte de Nisman al atentado de la AMIA. Tampoco creen en el encarcelamiento intempestivo y violento esta semana del alcalde opositor de Caracas, Antonio Ledezma, a quien Maduro acusa de conspirar en EEUU y estar detrás del intento número mil de golpe de Estado, a razón de dos por día de su corta presidencia.

Las nuevas mayorías están cansadas de las excusas y máscaras, de las mentiras y chivos expiatorios. Quieren saber la verdad. Y aunque la mala economía agobie, las marchas no reclaman pan sino que se termine el circo. Reclaman justicia tanto por Nisman como antes por María Soledad, José Luis Cabezas y Axel Bloomberg. En Venezuela no se reclama por la fastidiosa escasez de papel higiénico, sino por la impúdica muerte de decenas de estudiantes que hace un año fueron asesinados por la seguridad del Estado, disfrazándoseles de golpistas.

Los gobiernos populistas han perdido el norte porque se han creído dueños del Estado. Han utilizado recursos de todos como si fueran propios. Han confundido su llamado a ocupar oficinas para administrar la cosa pública, con la plaza para fabricar ideología. Han arengado a las masas, pero no han empoderado a los ciudadanos. Por más de una docena de años en Argentina o más de 15 en Venezuela, los populistas han perdido las oportunidades y están desgastados. Difícilmente podrán recuperar en meses lo perdido en años.

Aunque nunca se debe pecar de ingenuos ante regímenes que usan los recursos de todos para reinventarse y contraatacar, los numerosos frentes abiertos en lo económico y político terminarán por condenar a estos gobiernos. La memoria de Nisman y los casos de López y Ledezma, pesarán demasiado en los procesos electorales de fin de año en ambos países. Las nuevas mayorías están hartas y sentenciarán. 

febrero 15, 2015

Crisis de credibilidad

La libertad de expresión es un derecho complejo. No todos pueden gozarlo de la misma manera. Los personajes públicos no pueden decir lo que sienten, piensan o quieren, sin medir primero los efectos de sus palabras.

Un presidente tiene mayores responsabilidades para expresarse porque puede provocar efectos inesperados. Lo comprobó la presidenta Cristina Kirchner al escribir un chiste en twitter sobre la forma en que hablan los chinos. El jocoso episodio de cambiar las erres por las eles - que no le acarrearía consecuencia alguna al ciudadano común – ofendió al gobierno de China y sus ciudadanos. La simple broma le generó más descrédito internacional que la provocada por los asombrosos líos oficiales que rodean la muerte del fiscal Alberto Nisman.

Para un político el desgaste de credibilidad es inexorable con el tiempo; pero, hablar por hablar, acelera el proceso. Máxime si sus abundantes discursos y cadenas están cargados de críticas, sarcasmos y confrontación, como en los casos de Kirchner, Rafael Correa y Nicolás Maduro. Puede que los partidarios glorifiquen sus palabras, pero a la larga, los discursos de confrontación tienen un agravante: además de auto descrédito, dividen y generan polarización, degradando la seriedad institucional del cargo que se encomendó.

Quienes hacen de la credibilidad su negocio deben trabajar arduamente para mantenerla, de lo contrario cualquier desliz puede ser fatal. En EEUU el presentador estrella de la TV, Brian Williams, el periodista más creíble del país, vio destartalada su credibilidad después de que lo acusaron por Facebook de falsear información. Terminó admitiendo que no viajaba en el helicóptero alcanzado por proyectiles durante la invasión a Irak hace 12 años. Estaba en otro y sin riesgos. NBC lo suspendió para evitar mayor incredulidad sobre sus noticieros. Brian fue suspendido por seis meses, pero difícilmente pueda volver a trabajar como periodista. La confianza en él depositada por el público era demasiado alta, de ahí la gran desilusión y su destrucción.

Sobran ejemplos sobre la vulnerabilidad expresiva de los personajes públicos. Hasta la infalibilidad popular del papa Francisco quedó en entredicho tras el atentado contra Charlie Hebdo. Sacado de contexto, lo acusaron de justificar el atentando cuando dijo que “si alguien insulta a mi madre, le pego un puñetazo”. Semanas después tuvo otro desliz; justificó un par de nalgadas como método para educar a los hijos. Una comisión del Vaticano no tardó mucho para salir a reprocharle y zanjar el asunto.

Sin embargo, sería exagerado sostener que la crisis de credibilidad está provocada por el exceso de palabras. Más bien se debe a la escasez de acciones, principalmente de la Justicia. La mayor fuente de desconfianza en una sociedad la produce la impunidad o la ausencia de verdad, ya sea por ineficiencia, omisión o negligencia.

Esa es la motivación especial de la inédita marcha de los fiscales argentinos convocada para el 18 de febrero. Quieren honrar la memoria de Nisman, pero en realidad estarán protestando contra la crisis de credibilidad que envuelve al gobierno. Exigen verdad y justicia.

Los argentinos no están solos. Los mexicanos tampoco creen en las instituciones. El presidente Enrique Peña Nieto debe demostrar que no cometió excesos intercambiando favores políticos por intereses personales; en el Congreso hay muchos sospechados de estar auspiciados por los narcos y la Justicia es incapaz de esclarecer miles de crímenes, entre ellos la masacre de los 43 estudiantes de Iguala.

En Colombia, pese a todas las buenas apariencias, la impunidad sigue reinando. La Justicia ni esclarece ni repara, es que es tanta y son tantos los casos acumulados en más de 50 años de guerra, que el sistema está colapsado. Al presidente Juan Manuel Santos no le quedan muchos caminos. En las negociaciones con las Farc tendrá que sacrificar justicia por paz o de lo contrario la amenaza de la guerra continuará. Los colombianos no tienen otra salida, tendrán que perdonar y permitir que los líderes guerrilleros se sienten en el Congreso.

Muchas palabras y poca justicia son los ingredientes que acrecientan la crisis de credibilidad. ¿Tendrán conciencia los gobiernos que la desconfianza es el valor más difícil de restaurar y el que hipoteca el futuro? 

enero 25, 2015

Justicia - Nisman: Destinados a ser bananeros

¿En qué se diferencia un país desarrollado de una república bananera?

La respuesta más simple apunta a diferencias de nivel económico y desarrollo entre uno y otro país. La más competente, sin embargo, tiene que ver con el grado de estabilidad política, los niveles de corrupción y la independencia de poderes, especialmente de la justicia.

Sin justicia no hay igualdad y sin justicia independiente un país está destinado a la autodestrucción. La calidad de una democracia, incluso el desarrollo económico, está íntimamente ligada a la calidad de la justicia. Esto es palpable en América Latina.

No es casualidad que Uruguay, Chile, Colombia y Costa Rica tengan mejores sistemas judiciales y, a su vez, menos corrupción, más estabilidad económica y mejor institucionalidad. En las antípodas se encuentran Argentina, Venezuela y México, con poderes judiciales ineficientes, satélites del poder, y con resultado similar: Una superlativa sensación de impunidad, desigualdad e inseguridad.

Las marchas y cacerolazos en Argentina en reclamo por justicia tras la muerte dudosa del fiscal Alberto Nisman, muestran frustración e impotencia social frente a un Estado que, enajenado por el poder de turno, no ofrece ni garantías ni bien común.

El sistema de administración de justicia de Argentina, como el de Venezuela, está infiltrado por el gobierno. Quedó demostrado en ambos casos que los intentos por “democratizar la justicia” no fueron más que la búsqueda permanente de transformar al Poder Judicial en un aparato judicial para el interés y servicio propio.

Difícilmente pueda el caso Nisman ser punto de quiebre para que todo cambie de ahora en más. El kirchnerismo, como el chavismo después de que fue asesinado en Venezuela el fiscal  Danilo Anderson en 2004, sacará a relucir toda suerte de teorías de la conspiración y chivos expiatorios. La primera carta en Facebook de la presidenta Cristina Kirchner ya apuntó en esa dirección. Culpó a extraños y espías, conspiraciones, titulares de Clarín y a la propia víctima, librándose de la acusación de que el gobierno encubrió a funcionarios iraníes por la masacre contra la AMIA, a cambio de favores políticos y económicos.

Fue la misma fórmula original que Hugo Chávez utilizó para perseguir a periodistas y opositores sin ton ni son; muchos acusados, varios encarcelados y otros exiliados.

El secuestro de la justicia, que no se le puede achacar solo al presente gobierno argentino, es el mayor vicio del país. Las reformas judiciales siempre intentaron crear fiscales y jueces “gubernamentales”. La consecuencia es un estado perenne de impunidad e inmunidad, sintetizado ahora en las irregularidades irresueltas de la misma Presidenta sobre sus negocios inmobiliarios, en los negociados del vicepresidente Amadao Bodou y de tantos otros como los Báez, Ciccone, de Vido adosados como ornamentos a un gran arbolito de Navidad.

Es claro. Por la falta de independencia de la justicia se agudizan todos los vicios, el más perverso, la corrupción, y el más violento, las mafias. En su reciente viaje a Filipinas el papa Francisco advirtió que la corrupción o la falta de justicia es el equivalente a “terrorismo de Estado”, el origen de la desigualdad.

Lo más trascendente del discurso de Barack Obama al Congreso esta semana, no fue que se haya enfocado en la mejoría del empleo, la independencia energética y en terminar terrorismos y guerras, sino en su idea de que la justicia y la igualdad son la base del desarrollo de su país: “(Nos) va mejor cuando todo el mundo tiene su oportunidad justa, recibe lo justo, donde todo el mundo juega con las mismas normas”.

EEUU está repleto de ambigüedades y limitaciones como cualquier país. Pero si hay algo que los ciudadanos valoran es la sensación de que las reglas son claras y parejas para todos. Que las leyes no están inspiradas en revanchismos políticos, sino en el bien común.

La certeza ciudadana de que la justicia es independiente al poder político, que no se usa para perseguir o blindar a nadie, que no existe otro interés más que buscar la verdad y de que la ley se aplicará sin distinciones, crea confianza, institucionalidad y despeja el camino para el desarrollo.

La eficiencia de la justicia define a un país; sin independencia cualquier país está destinado a ser bananero. 

Tensión entre la verdad y la libertad

Desde mis inicios en el periodismo hasta mi actual exploración en la ficción, la relación entre verdad y libertad siempre me ha fascinado. S...