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febrero 03, 2018

Un Trump reaganiano

Donald Trump no desentonó con la filosofía republicana en su primer estado de la Unión ante el Congreso. Apuntó al bolsillo y a la fortaleza económica como la creadora del “nuevo momento estadounidense”.

Celebró el mayor logro de su primer año, la rebaja de impuestos, como lo hizo Ronald Reagan en su primer estado de la Unión en 1982. Entonces, Reagan pidió bajar los impuestos para estimular el ahorro y las inversiones, a sabiendas que gravámenes altos ahogan la iniciativa privada, reducen la producción, destruyen empleos, al tiempo que incentivan un gobierno obeso y gastador.

Trump justificó todo desde la economía y, como Regan, destiló patriotismo, fanfarroneó con records económicos y apuntó a que la fe y la familia, no el gobierno y la burocracia, son el motor del país.

Nadie esperaba un discurso histórico, menos aún una docena de demócratas que boicotearon el acto y otros que aplaudieron poco. Pero tendrán que admitir que las 117 interrupciones con aplausos y sin frases divisionistas ni sello personalista, usando “nosotros” y “nuestra” 233 veces, contribuirán a elevar su deteriorado índice de aprobación. Eso, en un año electoral legislativo, es buena noticia para el Partido Republicano.

Trump desgranó sus éxitos rotundos. El desempleo al 4.1%, la tasa más baja en casi cinco décadas; un crecimiento del 3%; récords históricos en Wall Street; eliminación de regulaciones y trabas; y una reforma fiscal que reducirá los impuestos del 35% al 21% a las empresas, incentivando la producción, competitividad y empleo, a la par de ahorrarle miles de dólares a los contribuyentes. A la fórmula reaganiana de gobierno pequeño y menos subsidios, la revalidó con un pedido a los legisladores de 1.5 trillones de dólares para infraestructura y así convertir al gobierno federal en un gran generador de empleos para el sector privado.

No ponderó como Barack Obama, George Bush y Bill Clinton a la fuerza innovadora de la industria del conocimiento de Sillicon Valley, sino que apuntó al EEUU olvidado que le dio los votos. Se deleitó anunciando que varias automotoras regresarán del exterior a la corroída Detroit, que Apple repatriará 350 mil millones y 20 mil empleos y que la nueva bonanza que pregonó días antes en el foro de Davos, atraerá capitales e inversiones foráneas. Y, aunque no mencionó a su slogan de “America First”, este quedó implícito cuando ratificó que no permitirá que los trabajadores estadounidenses sigan sometidos a malos acuerdos comerciales y que negociará otros nuevos más ventajosos.

No mencionó sus fracasadas estrategias para derribar el Obamacare, pero invitó a los demócratas a levantarse y aplaudir cuando prometió aniquilar los altos precios de los medicamentos recetados. Cuando se refirió al medio ambiente no lo hizo desde la perspectiva del Acuerdo de Paris, retirada con la que desairó al mundo, sino, desafiante, dijo que pondrá énfasis en la explotación de energías fósiles para ser potencia exportadora.

A las relaciones internacionales también las enfocó por el lado de la billetera. Pidió leyes para restringir la ayuda financiera a aquellos países que no apoyaron su iniciativa para reconocer a Jerusalén como capital de Israel; y presumió de las duras sanciones económicas que impuso a las dictaduras de Cuba, Venezuela y Corea del Norte.

Hasta los gastos en defensa los contextualizó dentro de la política de generación de empleos. Un mayor ejército y un sistema nuclear más potente para disuadir enemigos como Kim Jong-un, seguir combatiendo al terrorismo islámico y mantener abierta la prisión de Guantánamo, la sorpresa de la noche.

En inmigración, prometió la naturalización de 1.8 millones de “soñadores”, tres veces más que Obama, pero a cambio de que “tengan buena educación y destrezas laborales”. Pidió a los demócratas aceptar la continuación de la construcción del muro, que se emplee a más agentes fronterizos y acabar con la lotería de visas, para evitar la entrada a los trabajadores no calificados.

En su primer estado de la Unión, Trump se mostró como el negociador innato que todo lo supedita a lograr algo a cambio. Su estilo pendenciero siempre está en entredicho, pero una economía floreciente, por ahora, le está dando una buena ventaja competitiva sobre sus críticos y adversarios. trottiart@gmail.com


julio 08, 2017

Trump y la libertad de prensa

Es muy temprano para saber el legado político-económico que construirá el presidente Donald Trump. De lo que ya no hay dudas, es que en materia de libertad de prensa será recordado como uno de los peores de la historia.

Pese a la tirantez natural que caracteriza las relaciones entre gobierno y periodismo, los presidentes estadounidenses supieron tolerar las críticas y respetar la libertad de prensa por arriba de sus intereses personales. Thomas Jefferson, con aquella frase de antología, “prefiero periódicos sin gobierno que gobiernos sin periódicos”, moldeó la dimensión adecuada que debe primar en esa relación.

Trump, en cambio, antepone sus intereses a los principios. Tiene un estilo pendenciero y narcisista. No acepta críticas y las combate con una alta dosis de insultos y humillaciones. Si bien la prensa tiene el cuero grueso para soportar la acusación de que es la “enemiga del pueblo” o que genera noticias falsas, exaspera que muchas falsedades se originen en la Casa Blanca o que tape las evidencias de que el Kremlin las fabricó para torpedear las pasadas elecciones, aunque Vladimir Putin lo haya negado en su reunión con Trump en la cumbre del G20.

La historia es como un agujero negro que traga todo, pero deja lo imprescindible. No borrará el papelón presidencial del último domingo. Trump tuiteó un video trucado de lucha libre, en el que le pega desaforado a otro luchador cuyo rostro era el logo de CNN. El sarcasmo del clip terminó con un logo modificado de la cadena, ahora de FNN o Red de Noticias Fraudulentas.

La burla podrá haberle caído cómica a muchos, pero es evidente que su conducta horada la dignidad del puesto que ocupa. En realidad, nada hay de diferente con el sketch de la comediante Kathy Griffin, acusada de restarle dignidad a la figura presidencial cuando blandió una cabeza de Trump recién decapitada.

Lejos de apaciguar los ánimos y la polarización que se heredó de las elecciones, Trump los exalta. La “espectacularización” de la política que ha incentivado con su perfil de celebridad, tal vez no sea aburrida, pero es desgastante e intolerable. Es como vivir en una continua campaña electoral en el que todo vale y la política, pese a la gravedad de todas las situaciones, se queda estancada en los ataques personales, el desprestigio y el deshonor.

En el período de Barack Obama las arengas propagandísticas como el “Si Se Puede” o el argumento de que “el desafío de la política es que Washington está alejada de la realidad de los ciudadanos” terminaron a las pocas semanas pasadas las elecciones. En cambio, en el caso de Trump, el eslogan “America first” y su llamado a “limpiar la ciénaga de Washington” se mantienen reciclados como caballito de batalla en muchos de sus discursos.

Trump no es un gran comunicador estadista como lo fueron Franklin Roosevelt, John Kennedy o Ronald Reagan, quienes tuvieron en mente el consejo de su antecesor Abraham Lincoln: “… quien moldea la opinión pública, puede llegar más lejos que aquel que promulga decretos y decisiones”.

Tal vez Trump también quiere moldear la opinión pública, pero por su estilo personalista, chato y popular, mantiene solo una alta fidelidad y conexión con sus más allegados. Se corre el riesgo de que, como sucede en los regímenes populistas altamente polarizados, sus seguidores se vayan convirtiendo en fanáticos, lo que puede desviar en conflictos sociales. Del abucheo público, como sufren medios y periodistas, a la agresión física, solo hay un corto paso.

Trump debería ser más fiel a los principios que enarboló esta semana en Varsovia y luego en Hamburgo en el G20. Llamó a Occidente a luchar por "defender" su "civilización y sus valores”. Sería de esperar, entonces, que respete las libertades de prensa y expresión, enaltecidas en todas las constituciones occidentales y en tratados internacionales sobre derechos humanos.


Más allá de sus críticas contra los medios, algunas fundamentadas, Trump tiene que honrar su puesto y garantizar la vigencia de la Primera Enmienda. Debe entender que como funcionario público está sujeto a mayor escrutinio y fiscalización como indica la jurisprudencia interamericana y no contratacar con amenazas de que impondrá nuevas leyes para castigar a la prensa. trottiart@gmail.com

enero 21, 2017

Trump presidente: Formas y fondo

No hay precedentes de una ceremonia inaugural tan conflictiva como la de Donald Trump. Tampoco de su impopularidad al momento de asumir y de la masiva protesta en su contra convocada para el día después.

El viejo adagio “el que siembra vientos cosecha tempestades”, amasado con un discurso visceral y divisivo durante el proceso electoral y la transición, le han pasado factura. Su estilo, las formas con las que denigra y ofende a sus críticos ya sea a micrófono abierto o a fuerza de tuits, ha creado resentimientos y derivado en su impopularidad.

Asumió ayer con un 40% de aceptación, muy por debajo del 79% de Barack Obama y de cualquier otro presidente en las últimas cinco décadas. Si bien la alta confianza favorece el poder de maniobra frente al Congreso y la ciudadanía en las primeras semanas, no es indicativo de una buena o mala Presidencia. El escepticismo sobre el actor Ronald Reagan fue mayúsculo, pero se posicionó entre los mejores presidentes de la historia. A la inversa de Jimmy Carter, muy popular al principio, quedó luego sepultado como uno de los peores.  

Las malas formas usadas por Trump tienen consecuencias. No tendrá los 100 días de gracia o el espacio de maniobra que se acostumbra dar a un Presidente. Nadie fue tan criticado como él antes de asumir y la tendencia seguirá. Tampoco  pareciera importarle; no hay precedentes de un líder que haya movido el avispero y conseguido tantos compromisos antes de asumir. Sus tuits hicieron reaccionar a la OTAN, recapacitar a la Ford y la Fiat para invertir en fábricas en Michigan, elevar las ganancias en la Bolsa; aunque también pusieron a China a la defensiva y hundieron el peso mexicano a su mínimo histórico.

Su mordacidad y arrogancia le ofrecen excusas en bandeja de plata a quienes buscan argumentos para considerarlo un presidente ilegítimo. El legislador demócrata John Lewis boicoteó la ceremonia inaugural; lo siguieron más de cuatro docenas de parlamentarios. El desplante es desproporcional, si es que se recuerda que los demócratas criticaron a Trump en la campaña por insinuar que no aceptaría los resultados en caso de perder frente a ante Hillary Clinton. La prensa, mayoritariamente liberal, esa a la que Trump le acusa de “envenenar las mentes de los estadounidenses”, se volvió loca por entonces contra Trump; pero hoy respalda las decisiones de Lewis sin miramientos.

Hasta aquí las formas. Veamos el fondo. Las encuestas de esta semana del Washington Post, CNN y ABC marcaron un notable contraste entre formas y fondo. Más del 60% de los estadounidenses (proporción mayoritaria de republicanos) confía en que es el Presidente adecuado para hacer crecer la economía, gestionar la reforma tributaria, crear empleos y manejar el déficit presupuestario, dolor de cabeza de las últimas administraciones.

Sus dotes de buen negociador, dueño de una confianza y auto estima desbordante no solo se aplican a la economía. También goza de mayor confianza que la que tuvieron Obama y Bush en la guerra contra el terrorismo. Basta recordar el escepticismo sobre Obama al asumir en 2009; jamás había tenido un trabajo ejecutivo, algo que Trump hace de memoria.

No hay que invocar a la suerte el triunfo de Trump. Tuvo olfato político para seducir a los que él llama “los olvidados”, gente común sin empleos ni esperanza. Destruyó a sus adversarios en las primarias y sus promesas de usar dinero de su bolsillo para la campaña y no cobrar sueldo como Presidente, motivaron a un electorado que cree que el magnate puede “devolverle a EEUU su grandeza” y que está cansado de los políticos de siempre atornillados a Washington.

Habrá que darle a Trump espacio y no dejarse arrastrar por su estilo. Sin embargo él también hacer lo suyo. Su hija Ivanka deberá maniatarle su tuiteo y evitar así resentimientos y batallas diplomáticas innecesarias. Hay sobradas experiencias que vivir bajo aquellos que les gusta el sonido de sus propias palabras (recordar a Cristina Kirchner y Hugo Chávez) es estresante y desgastante, lo que termina polarizando y afectando la salud pública de una sociedad.

Las formas en que se usan las palabras atraen consecuencias y potencian riesgos. Pueden tirar por la borda todos los logros que son parte del fondo. Ojalá Trump modere su estilo y sea eficiente. trottiart@gmail.com


enero 30, 2013

EEUU: promoción de la democracia


Cada uno de los discursos inaugurales de los presidentes estadounidenses de las últimas seis décadas incluyó políticas para promover la democracia alrededor del mundo. El mensaje del lunes de Barack Obama frente al Capitolio no fue diferente, pero dio la impresión que quiere cambiar de estrategia.

Desde Roosevelt hasta Clinton o de la Alianza para el Progreso de Kennedy a la Estrategia de Seguridad Nacional antiterrorista de Bush, las tácticas para la promoción de la democracia tuvieron matices diferentes según la época y el contexto, siempre guiadas por el pragmatismo estadounidense para defender sus intereses y mantener el liderazgo.

Esa estrategia consistió, muchas veces, en asistencia humanitaria, formación electoral y empoderamiento de la sociedad civil. Otras veces, la promoción no fue más que imposición, mediante intervenciones militares, presiones económicas y operaciones encubiertas de la CIA para apoyar golpes de Estado o a gobiernos amigos. Así, desde el exterior, la promoción de la democracia, no se vio como la aspiración de un país para inculcar libertad y libre mercado, sino como la intervención de una potencia extranjera para implantar gobiernos que defendieran sus intereses estratégicos. Irak es evidencia cercana.

Todas estas estrategias tradicionales de la diplomacia estadounidense tuvieron poco o relativo éxito. Tal vez por esa realidad, Obama prefirió mirar hacia adentro, enfocarse en la perfección de la democracia propia, consciente de que el buen ejemplo puede ser un agente de mercadeo más barato y eficiente.

En su mensaje inaugural, pese a que no abandonó la lucha anti terrorista ni el apoyo a las “democracias en todas partes”, Obama se alejó de las perspectivas patrioteras de sus predecesores. Se enfocó en las obligaciones internas más que en las externas, tanto del gobierno como de sus ciudadanos. Habló de sanear la economía, de procurar más trabajos y prosperidad, de ampliar la clase media y de continuar con los sueños incumplidos de Abraham Lincoln y de Martin Luther King, para que toda persona sea igual y tenga las mismas posibilidades, sin diferencias respecto a su origen migratorio, color de piel u orientación sexual.

Sin dudas el mensaje de Obama fue introspectivo, tan íntimo como aquellas palabras desafiantes de John Kennedy: “No te preguntes que puede hacer tu país por ti, sino lo que tú puedes hacer por tu país”. Por eso cuando llamó a la paz, a continuar bregando por la seguridad y a responder a la amenaza del calentamiento global, no lo hizo echando culpas hacia los de afuera, al terrorismo u a otros gobiernos enemigos como en el pasado. Lo hizo con sentido de autocrítica, pidiendo a todos los estadounidenses a trabajar unidos.

Pidió mayor compromiso ante un camino de prosperidad, igualdad y felicidad que consideró incompleto. Pidió más conciencia para evitar tragedias como la de Newtown, así como para desarrollar energías renovables; pidió mayor innovación tecnológica y más maestros de matemáticas; y adjudicó a la libertad, como regalo de Dios, y a la iniciativa privada, el carácter de la nación.

Obama acertó en este nuevo enfoque de responsabilidad interior. Pero también sabe que son muchas las obligaciones que le caben al gobierno para mejorar la democracia, ya que con cuatro años a cuestas, no tiene margen para seguir adjudicando todos los males a su antecesor. La cárcel de Guantánamo, las denuncias sobre tortura en la lucha contra el terrorismo, el contrabando de armas, la epidemia de la drogadicción, los derechos de los inmigrantes, la poca transparencia en el manejo de información gubernamental o la persecución contra quienes filtran la información, son temas a resolver antes de que se transformen en manchas de su legado.

El discurso de Obama apuesta a que la disciplina y la prosperidad internas  pueden ser las mejores embajadoras de la democracia. Michael Mandelbaum, experto en política exterior, decía que los países son como los individuos, aprenden lo que observan y que el éxito inspira ser imitado.

Quizás la estrategia hacia adentro que propone Obama no conseguirá imitadores entre gobiernos autoritarios y populistas, pero seguramente empoderará a los ciudadanos de esos países para que exijan libertad y cambios democráticos. 

abril 03, 2012

Mis recuerdos sobre Malvinas

Siempre recordamos lo que hacíamos en el preciso momento que sucede un acontecimiento importante de la historia. La perplejidad del hecho pareciera que deja una cicatriz en el cerebro.

En mi caso son muchas esas fechas, entre ellas: El 11 de setiembre de 2001 estaba yendo hacia mi trabajo aquí en Miami cuando en el auto escuché por Radio Caracol la noticia de que un avión había chocado contra una de las torres; media hora después ya en mi oficina la noticia era otra, no se trataba de un simple accidente como los periodistas habían originalmente reportado.

El 24 de marzo de 1976 estaba en Buenos Aires pronto a atender una de mis primeras clases de universidad sobre organización de empresas en la UADE, cuando escuché el primer parte del triunvirato militar sobre el golpe de Estado.

El 1 de julio de 1973, la noticia sobre la muerte de Juan Domingo Perón, nos la dieron cuando estaba practicando básquet para el equipo de mi escuela secundaria, de los Hermanos Maristas, en la cancha de Alumni, en San Francisco, Córdoba.

El 2 de abril de 1982 me enteré del inicio de la guerra de las Islas Malvinas en Menomonie, en el estado de Wisconsin, a través de un viejo televisor en la escuela secundaria del pueblo donde trabajaba como profesor visitante, enseñando español. Con la noticia recordé los sin sentidos que había vivido meses antes cuando trabajaba como personal administrativo en la Embajada Argentina en Washington DC, a una cuadra del Dupont Circle.

Recordé que a principios de diciembre anterior, de 1981, tuve que trasladar al teniente general Leopoldo Galtieri junto a dos diplomáticos argentinos a algún lugar de Washington, y durante el traslado escuché hablar de las Islas Malvinas, de soberanía, de relaciones con EE.UU. y una postura esquiva de Ronald Reagan ante Argentina, aunque ninguna mención ni referencia se hizo a la guerra o a una futura invasión. En realidad, era tan casual la charla que ni le presté atención, menos a un tema como las Malvinas que no generaba interés de parte de los ciudadanos comunes, menos a mí que había llegado a Washington en agosto de 1981 a buscar trabajo, con una mano atrás y otra adelante.

Por aquellas cosas del destino y la ayuda de Dios, llegué a Washington el día de mi cumpleaños y ese mismo día me dieron trabajo en la Embajada Argentina como personal administrativo. Quien me contrató me dijo que debía empezar de inmediato ya que estaba por llegar el canciller argentino, Nicanor Costa Méndez.

Todavía hoy recuerdo aquel 2 de abril de 1982 y como recordé que meses antes conocí personalmente a dos personas, que serían tan importantes en cuanto a la decisión de invadir las Malvinas como Galtieri y Costa Méndez. Aunque en ese momento ni idea que Galtieri sería el presidente reemplazando el 22 de diciembre al general Roberto Viola que había sido destituido por los militares por incapacidad para gobernar unos diez días antes.

Calculé, en aquel entonces desde Menomonie, que Galtieri, recibido con honores en la embajada y con mucho whisky, ya sabía que sería el presidente, que la cruzada por Malvinas ya estaba trazada y que Reagan no apoyaría a la Argentina despreciando a su histórico aliado, Inglaterra, y a su alma gemela, Margaret Thatcher.

Semanas posteriores en Menomonie me convertí en curiosidad de periodistas del diario y la radio locales y empecé a vivir una ansiedad frenética mirando por televisión como la Plaza de Mayo estaba efervescente, como en el Pentágono especulaban sobre mapas y tiempos en los que arribaría la Armada Británica a las Islas Malvinas, y leyendo las cartas de mi papá en las que defendía la posición de los militares y hablaba de bajas de soldados ingleses y barcos hundidos, con el mismo fervor que me escribía o llamaba por teléfono sobre las victorias de River.

Mi televisión, radio y la revista Time hablaban de otra guerra diferente a la que me describían las cartas de mi papá y de mis amigos. En aquel entonces, cuando ni los fax ni e-mails y redes sociales se soñaban como parte del futuro, sabía que el destiempo entre las dos realidades – la comunicada por las autoridades argentinas y la que se sabía en EE.UU. –  beneficiaba las estrategias de guerra psicológica que empleaban las partes en conflicto y el mediador, EE.UU., que nunca lo fue.

Luego el 14 de junio de 1981, cuando el gobernador argentino de Malvinas, Mario Benjamín Menéndez, firmó la esperada e irremediable rendición, yo todavía estaba en Menomonie. Sin embargo, jamás pude recordar que hacía en ese momento. Fue un día doloroso, eso sí, aunque ya hacía tiempo que venía racionalizando que la guerra era una locura pese a la elocuencia y legitimidad de recuperar un territorio que por aquel entonces ya tenía 150 años de haber sido usurpado por los ingleses. 

Tensión entre la verdad y la libertad

Desde mis inicios en el periodismo hasta mi actual exploración en la ficción, la relación entre verdad y libertad siempre me ha fascinado. S...