La victoria de Hugo Chávez con un 55% del electorado
a su favor fue extraordinaria y categórica; pero no significa que ganó Venezuela.
La historia enseña que pese a los votos, ningún proceso fue democrático ni un gobierno
bueno, tras 20 años ininterrumpidos en el poder.
La derrota de la oposición, pese al 44% de votos, también
fue contundente. Es que Henrique Capriles tuvo que cargar con el lastre de
otras derrotas más decisivas que esta. Entre ellas, la del referéndum de 2004
cuando se aprobó que un presidente pudiera eternizarse en el poder y cuando la
oposición, también unida aquella vez, se retiró en masa del Congreso permitiendo
que por años, Chávez gobierne por decreto y a sus anchas.
La fuerza del populismo, basado en el
asistencialismo, la propaganda y la adulación de las mayorías, hicieron que los
tres períodos que gobernó Chávez desde 1999, se vieran como buenos y
democráticos. Pero fueron lo contrario. Chávez gobernó y ganó elecciones porque
sometió al resto de los poderes e instituciones del Estado y porque se
benefició en forma absoluta de sus recursos.
La revolución de Chávez no ha funcionado. La pobreza
es alta, el empleo y la producción baja, la infraestructura inexistente, la inflación
galopante y la tasa de criminalidad exorbitante. Todos porcentajes peores de
los que tienen otros países latinoamericanos con menores potencialidades que
Venezuela. Por eso, la historia juzgará a Chávez por los talentos y la riqueza que
ha desaprovechado, la materia gris que se ha escapado y por las inversiones
extranjeras que ha espantado.
El futuro puede ser más sombrío aún. Chávez podrá
escudarse detrás del caudal de votos conseguidos para profundizar el
nacionalismo, seguir rescindiendo de la oposición y las minorías, promover más
división de clases y ahondar la polarización ideológica. Seguramente será un
gobierno más cerrado, menos transparente, con mayor control interno y menos
escrutinio internacional.
Es verdad que
Chávez ha conectado mejor con los sectores más vulnerables que otros gobiernos
ignoraron, mediante programas y misiones de salud, educación y bienestar
social. Sin embargo, esas fórmulas de asistencialismo por sí solas no bastan;
Cuba, donde busca reflejarse, no es buen ejemplo de desarrollo ni equidad.
Por otro lado, la
oposición debe reconocer que el chavismo ya es un movimiento político estable y
legítimo, que no depende solo de su líder. La elección del canciller Nicolás
Maduro como vicepresidente, más cercano a La Habana y los Castro que el propio
Chávez, auguran una continuidad de la política más allá de la suerte y la salud
del primer mandatario.
Con Chávez y
Maduro el proceso revolucionario está garantizado hacia dentro y fuera del
país. Venezuela continuará subsidiando a Cuba, endeudándose con China,
comprándole armas a Rusia, abriéndole puertas a Irán y vendiéndole petróleo a
EE.UU. En gran parte, Chávez depende de que los precios del barril de crudo
sigan razonables para seguir exportando su revolución por el resto de América
Latina. Pero una caída en los precios, así sea por mayor estabilidad en el
Medio Oriente, mayor independencia energética de EE.UU., o mejores tecnologías
para la extracción en otros países, harán que la revolución bolivariana sea un sueño
insostenible.
Mientras tanto,
el chavismo seguirá expropiando y estatizando, acusando al neoliberalismo de
haber privatizado los recursos del Estado, sin admitir que las privatizaciones
se concretaron para detener la sangría de empresas deficitarias, corruptas y
burocráticas que otros gobiernos populistas del pasado crearon. El manejo
político de PDVSA, la mayor y más estratégica empresa del país, confirma la
regla de que los gobiernos arbitrarios y populistas suelen ser malos
administradores.
Capriles sabe que el populismo es un vicio de la
democracia, pero que el chavismo tiene un gran poder de convocatoria y
movilización que no puede desconocerse. Su mayor desafío es mantener a la
oposición unida y que no se desbande, al menos, hasta después de las elecciones
legislativas de diciembre. Aún sin la alternancia debida del poder, la creación
de contrapesos en el Congreso puede ser el único antídoto para que Chávez se sienta
fiscalizado y responsablemente obligado a rendir cuentas.