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agosto 27, 2016

La mentira en la política

El nadador Ryan Lochte, la candidata Hillary Clinton, la ex mandataria Cristina Kirchner y el presidente Nicolás Maduro demuestran que es inválido aquel adagio sobre que “la mentira tiene patas cortas”. Los políticos en el poder usan propaganda para que los engaños se confundan con verdades y maniatan a la justicia para que los delitos se barajen como simples problemas éticos.

En el deporte, donde la propaganda no existe, el bien y el mal son más fáciles de diferenciar. Por eso Lochte sufrió de inmediato los efectos de su mentira en Río. Perdió a sus patrocinadores, sus connacionales lo destronaron del pedestal dorado y la justicia brasileña lo procesó por inventar un robo. Lo mismo le sucedió al ciclista Lance Armstrong. Perdió siete trofeos del Tour de Francia tras confesar que los corrió dopado. Por la mentira perdió honores y millones.

En la política las patas son largas. La verdad es más difícil de distinguir. Nada es blanco o negro, sino con infinitas tonalidades de grises. Propaganda, negociaciones, pago de favores, encubrimiento y falta de transparencia, sirven para disfrazar los hechos, confundir a la opinión pública y evitar que la justicia actúe con claridad y rapidez.

En las campañas electorales las mentiras no suelen tener consecuencias. Las de Hillary Clinton están morigeradas por su propaganda electoral, al adjudicarle su corrupción a la verborragia de su contrincante. Clinton niega que los gobiernos árabes y africanos que donaron dinero a su fundación obtuvieron su trato preferencial mientras era secretaria de Estado. Ante toda evidencia, niega que usó cuentas de correo personal para distribuir mensajes clasificados y niega, pese a correos filtrados que la desmienten, que las autoridades del Partido Demócrata la beneficiaron por sobre su oponente Bernie Sanders. Todo lo disfraza como a aquellos affaires de su marido.

Clinton tiene la suerte que Donald Trump también miente. A diario, los sitios que detectan mentiras, FactCheck.org y PolitiFact.com, se hacen picnics con las inexactitudes del candidato. Y semanas atrás debió defender a su esposa por plagiar a Mitchel Obama y un título de arquitecta que nunca obtuvo.

Los políticos suelen pagar las consecuencias de sus mentiras recién cuando dejan el poder. América Latina está lleno de presidentes y vices que terminaron en la cárcel después de que no pudieron eternizarse con la reelección o auto exiliarse en países amigos y sin tratado de extradición, artimañas preferidas de aquellos que se escudan en la impunidad.

Todo indica que alejada del poder, Cristina Kirchner correrá la misma suerte. Los procesos judiciales se le están acumulando y solo basta un disparador para que termine presa. Los Cristileaks, cientos de movimientos financieros por 500 millones de dólares en siete bancos internacionales, pueden ser la gota que rebalse el vaso o la mentira más palpable con la que se cercioren todas las demás.

Existe una regla muy fácil de medir en la política. La inversión en propaganda es directamente proporcional a la cantidad de mentiras. De ahí que en el gobierno de Kirchner la información oficial era tergiversada u omitida para que sea consecuente con el relato. Se mintió sobre índices de inflación, desempleo y pobreza, y cualquier desmentido era neutralizado con campañas de desprestigio contra sus interlocutores.
En Venezuela, Nicolás Maduro tiene el mismo patrón para gobernar. Disfraza su prepotencia con propaganda y clientelismo. Miente mucho y, como todo mitómano patológico, termina siendo cada vez más autoritario para poder defender sus realidades inventadas. Fantasea éxitos de una revolución inexistente para aferrarse al poder; incluso, pese a un mandato constitucional que lo obliga a someterse a un referendo revocatorio.

Los mitómanos como Maduro y Kirchner no suelen medir las consecuencias mientras tienen el poder, y cuando lo pierden y se sienten acorralados, terminan con la paranoia típica de los que se creyeron sus propias mentiras. Acusan a todos de perseguirlos, así sean opositores, arrepentidos, periodistas o jueces.


Por fortuna para la política, a las mentiras de patas largas se le antepone aquella frase del célebre Abraham Lincoln: “Se puede engañar a parte del pueblo parte del tiempo, pero no se puede engañar a todo el pueblo todo el tiempo”. trottiart@gmail.com

agosto 20, 2016

Abucheo olímpico

A tono con la nueva modalidad olímpica del abucheo desaprobatorio o burlón que baja de las gradas, hay mucho para reprochar en estos Juegos Olímpicos Río 2016.

Entre los deportistas que merecen desaprobación están el estadounidense Ryan Lochte y sus colegas nadadores, procesados por un atraco a punta de pistola que nunca existió o la nadadora francesa, Aurélie Muller, que hundió a la italiana Rochele Bruni un par de brazadas antes de la meta. El público brasileño tampoco se comportó a la altura de la llama olímpica. Victimizó con sus boos a los atletas argentinos (y viceversa), a su propio Neymar al principio de la competencia, y al pertiguista francés, Renaud Lavillenie, que adjudicó al abucheo la pérdida de su oro, quien además llamó nazis a los hinchas brasileños.

A pesar de todo, estas desaprobaciones quedarán sepultadas por los logros de deportistas como Michael Phelp, Usain Bolt o Simone Biles. Empero, lo que no debiera quedar en el olvido, mereciendo un abucheo estentóreo y prolongado, es la falta de previsión de muchos gobiernos, entre los que se destacan los latinoamericanos, por no aplicar políticas deportivas de largo alcance que les permitan revertir los pobres resultados alcanzados tras cada olimpíada.

El medallero en Río demuestra esa falta de previsión. La brecha entre países con oro se sigue ensanchando, desde que los juegos modernos se iniciaron en Atenas 1896. Y no se trata de que EEUU o Alemania sean países desarrollados comparados a Argentina o México, porque está comprobado que con los programas deportivos y la inversión adecuada, todos los atletas, sin distinción, pueden competir en igualdad de condiciones.

Los países más desarrollados tienen diferente actitud frente al deporte. Invierten en programas de largo alcance y entienden que los Juegos Olímpicos no es solo una competencia, sino con los que pueden medir el resultado de sus políticas y estrategias deportivas. Phelps no cosechó 28 medallas por casualidad. Si bien es consecuencia de un físico superdotado, también es producto de la inversión estatal. Lejos de esa proeza, pero sin menos merecimientos, está el boxeador mexicano Misael Rodríguez que consiguió bronce en Río, pese a que debió mendigar en las calles de su país por falta de apoyo oficial.

Para aplicar políticas deportivas estratégicas, los gobiernos latinoamericanos no deberían buscarlas entre las grandes potencias, sino entre países con ejemplos más recientes y accesibles. El caso más fascinante es Corea del Sur. Su estrategia deportiva comenzó después de ser anfitriona de los JO, Seúl 1988. En las diez olimpíadas anteriores, había cosechado 37 medallas, 7 de oro. Después de Seúl, en las próximas ocho ediciones, cosechó 223 medallas, 94 de oro, convirtiéndose en la sexta potencia dorada y en la decimoprimera del medallero histórico.

Lo logró sobre la base de una Oficina de Política Deportiva que fomenta la industria del deporte. Los coreanos aumentaron a ocho horas semanales la educación física en las escuelas, incluyeron disciplinas occidentales a su cartera deportiva más allá de las tradicionales artes marciales e incentivaron a sus ciudadanos a participar de maratones y clases de gimnasia masivas, así como de los más de 500 mil clubes de barrios. Corea del Sur entendió que el deporte no es un entretenimiento, sino un componente importante de su cultura. 

En América Latina la magra cosecha de medallas demuestra la falta de planificación. Hay hasta países en retroceso, como Argentina, que obtuvo más medallas en las olimpíadas de Ámsterdam 1928 y Berlín 1936, que en Londres 2012 y en estas de Río. Colombia, por otro lado, pese a incipientes logros, está demostrando que las políticas dan resultado. Tras triplicar su presupuesto de 51 a 153 millones de dólares desde el 2012 a la fecha, cosechó 3 medallas de oro, una más que en siete ediciones anteriores disputadas entre 1972 y 2008.


Ojalá que antes del final de este domingo, América Latina aumente su cosecha de preseas. Sin embargo, para competir en Tokio 2020 y en adelante, y para que las medallas no sean solo fruto de hazañas heroicas e individuales de los atletas o producto de deportes profesionales, los gobiernos tendrán que invertir en políticas deportivas coherentes y consistentes. Solo así podrán crear una efectiva cultura deportiva para evitar el abucheo y salir del subdesarrollo olímpico. trottiart@gmail.com

Tensión entre la verdad y la libertad

Desde mis inicios en el periodismo hasta mi actual exploración en la ficción, la relación entre verdad y libertad siempre me ha fascinado. S...