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noviembre 18, 2018

Prefiero la justicia a la política


Un buen amigo argentino me sorprende cada vez que le pregunto sobre si Cristina Kirchner debería o no terminar en la cárcel. Me responde casi siempre lo mismo, pero con algunas variantes de acuerdo al contexto del momento: “No le conviene a Macri no tener a Cristina activa”.

No lo culpo porque al igual que todos, estamos confundidos y acostumbrados a vivir en un contexto político en el que se desvirtúa el arte de hacer política. Es que mientras ella está procesada e investigada por varios delitos de corrupción y se aferra a sus fueros como senadora - los que solo deben respetarse para que un legislador pueda hablar sin tapujos ni represalias legales o judiciales – los encuestadores siguen mostrándola como la “candidata” como más posibilidades para las elecciones presidenciales de 2019.

Digo que me sorprende la actitud de mi amigo porque termina siendo una lectura política del país por sobre una lectura de equidad y justicia que debería tener Argentina para salir del pozo que se encuentra desde hace décadas. Argentina vive en una perfecta ciclotimia económica y política, con subas y bajas pronunciadas en cada uno de estos rubros, generándose un círculo vicioso en el que se pasa de la frustración, la incertidumbre y las penurias económicas a un estado de bienestar y estabilidad pasajera, alegría y consumo desmedido.

Por eso descreo que el arte de la política sea suficiente para generar estabilidad emocional y felicidad. Al contrario, creo que la única receta para el bienestar verdadero es la sensación de equidad, de orden social y justicia.

Si Cristina Kirchner no termina en la cárcel – ante tanta evidencia por tanta corrupción – Argentina corre el riesgo de seguir siendo un país pensado en lo inmediato, como se fue construyendo décadas tras décadas. Si termina en la cárcel, pese a que al principio tal vez se originaría desestabilidad política con mayor polarización, protestas y trifulcas, se estaría dando un salto cualitativo hacia un país más estable pensado a largo plazo.

Un país con justicia equitativa, firme y enérgica, permitiría neutralizar las actitudes mesiánicas de los outsiders de la política, esos que en todos los países llegan aupados de popularidad pasajera por el hecho de levantar la voz con fuerza contra los corruptos; pero, que a la postre, terminan imponiendo sus personalismos y cometiendo los mismos errores que sus antecesores.

El arte de la política debería tener como prioridad la creación de sistemas en los que los ciudadanos sientan y vivan en estado estable y progresivo de equidad e igualdad. De lo contrario la gente seguirá opinando que la democracia no le satisface. En realidad, lo que la gente no logra distinguir es que la imperfección democrática deviene del irrespeto al mejor atributo de una república: la división de poderes.

La tendencia es elocuente. En los países que la justicia ha sido o es secuestrada por el poder político, los líderes mesiánicos y los populistas tienen mayores opciones, aunque estas terminen siendo pasajeras. Ejemplos sobran y están en cada extremo del dial ideológico, desde Alberto Fujimori a Hugo Chávez.

Ante este ejemplo, algunos podrían pensar que lo mismo está sucediendo en EE.UU. con Donald Trump, dueño de un estilo similar al de los populistas latinoamericanos. Pero para decepción de muchos, incluidos periodistas, académicos y ciudadanos en general, los estilos o las formas pueden ser parecidos, pero no lo es el fondo de la cuestión. Trump está limitado por un sistema con justicia independiente, algo que se observa a diario cuando jueces federales o de jurisdicciones locales le salen al cruce con fallos que detienen sus ideas y aspiraciones sobre inmigración y salud pública, entre otras disciplinas.

La verdadera independencia de un sistema republicano de gobierno deviene del blindaje que tiene el poder judicial, que debe tener un grado de independencia con mayor peso que otros poderes. La independencia del poder legislativo también es necesaria pero no es trascendente, ya que los legisladores siempre tendrán que obedecer a sus lealtades políticas, ideológicas y las posturas que le manden sus partidos políticos.

Los grandes saltos cualitativos de los países desarrollados no solo se han dado por las victorias políticas y en los campos de batalla, sino también por las grandes decisiones judiciales. Por eso siempre preferiré un país con una justicia fuerte que con políticos fuertes. Prefiero un país donde los políticos tienen que vivir con los límites que impone la justicia y no a la inversa. trottiart@gmail.com

septiembre 03, 2016

Brasil, Venezuela, la república y el Golpe (de gente)

Una república se distingue por sobre otro sistema de gobierno por la independencia de poderes; por los mecanismos de la oposición para fiscalizar al poder; por la libertad de la prensa para informar y por la de los ciudadanos a expresarse, asociarse y movilizarse, sin trabas ni represalias, en igualdad de condiciones ante la ley.

El concepto puede ser abstracto. Mejor un par de ejemplos de esta semana.  Dilma Rousseff fue destituida mediante juicio político constitucional, por un Congreso que se manejó autónomo al Poder Ejecutivo, una justicia que permaneció neutral y una prensa que pudo informar sin cortapisas.

En Venezuela las causas y consecuencias de la “Toma de Caracas” de este jueves mostraron lo contrario a una república. Antes y después de la masiva marcha de la oposición para garantizar y acelerar el proceso de referendo revocatorio en contra del presidente Nicolás Maduro, este encarceló a opositores, usó las fuerzas de seguridad para restringir los accesos a Caracas, expulsó a periodistas extranjeros y aseguró que le quitará inmunidad a los parlamentarios para juzgarlos por intentona de golpe de Estado.

Desquiciado con el avance de la oposición y con un país que se le escapa de las manos, Maduro desconoce el mecanismo de referendo que el chavismo creó mediante su propia reforma constitucional. Ante la debilidad de su mandato, Maduro se ha vuelto más autoritario. Apura a la Justicia para que cierre el Congreso y despide a los empleados estatales que firmaron la petición de la revocatoria, una purga que coarta la libertad más preciada, la de conciencia, el hilo más delgado por donde se corta cualquier revolución.

Es verdad que el proceso de destitución de Rousseff es confuso y ambiguo; puede interpretarse según la ideología con que se lo mida. Para la oposición fue un proceso apegado a la Constitución, mientras que para sus adeptos fue un golpe de Estado; en especial, porque si los delitos que se le achacan – haber maquillado cuentas públicas para conseguir su reelección – se aplicaran al resto de gobernantes, América Latina quedaría acéfala.

Más allá de las controversias, como las que en su momento provocaron las destituciones de Fernando Lugo en Paraguay y Manuel Zelaya en Honduras, lo cierto es que en Brasil se siguieron los procesos y las excusas que marcan la Constitución, con total transparencia, libertad y sin presiones ni prisiones.

Rafael Correa, Evo Morales, Nicolás Maduro y Daniel Ortega no reconocieron al nuevo presidente Michel Temer. Pero nadie se rasgó las vestiduras por la obviedad, toda vez que estos políticos siempre se arremolinan detrás de quien ostenta su propia ideología. Nunca denuncian los golpes y autogolpes propios, como los de Maduro contra la Constitución y el Parlamento, y omitieron pronunciarse sobre la renuncia en 2015 del presidente derechista guatemalteco, Otto Pérez Molina, ante la destitución inminente que le amenazaba.

Tampoco se puede desconocer que Rousseff es consecuencia de una purga anticorrupción que pidió a gritos la gente en las calles. Que estuvo involucrada, al menos por omisión, en los casos más sonados de corrupción, que protegió al ex presidente Lula da Silva y vio como varios de sus ministros terminaron detrás de los barrotes.

Pero en la encrucijada, pese a que el Senado prefirió optar por el borrón y cuenta nueva, Rousseff cuenta con otro resorte de la república. Su defensa ya se encaramó ante la Corte Suprema, la que tendrá que dar el veredicto final. La decisión se adivina incierta, sobre todo por la independencia y libertad de los jueces para actuar.
Esa justicia republicana ni existe ni está garantizada en Venezuela, donde la Justicia actúa según los designios de Maduro y la mayoría de las leyes se han fabricado a medida del chavismo.

En Venezuela, más allá de las carestías económicas, la gente está cansada de no gozar de las mieles de una república. Las minorías despreciadas se han convertido en la nueva mayoría y están cada vez más dispuestas a salir a la calle a conseguir lo que no le dan las instituciones. El golpe no será institucional como sueña Maduro, sino de gente.
  

En un país sin justicia ni república, Maduro tendrá que ser cada vez más autoritario para sostenerse; a riesgo, claro, de que estará caminando hacia su autodestrucción. trottiart@gmail.com

Tensión entre la verdad y la libertad

Desde mis inicios en el periodismo hasta mi actual exploración en la ficción, la relación entre verdad y libertad siempre me ha fascinado. S...