Un buen amigo argentino me
sorprende cada vez que le pregunto sobre si Cristina Kirchner debería o no
terminar en la cárcel. Me responde casi siempre lo mismo, pero con algunas
variantes de acuerdo al contexto del momento: “No le conviene a Macri no tener
a Cristina activa”.
No lo culpo porque al igual
que todos, estamos confundidos y acostumbrados a vivir en un contexto político
en el que se desvirtúa el arte de hacer política. Es que mientras ella está procesada
e investigada por varios delitos de corrupción y se aferra a sus fueros como
senadora - los que solo deben respetarse para que un legislador pueda hablar
sin tapujos ni represalias legales o judiciales – los encuestadores siguen
mostrándola como la “candidata” como más posibilidades para las elecciones
presidenciales de 2019.
Digo que me sorprende la
actitud de mi amigo porque termina siendo una lectura política del país por
sobre una lectura de equidad y justicia que debería tener Argentina para salir
del pozo que se encuentra desde hace décadas. Argentina vive en una perfecta
ciclotimia económica y política, con subas y bajas pronunciadas en cada uno de
estos rubros, generándose un círculo vicioso en el que se pasa de la frustración,
la incertidumbre y las penurias económicas a un estado de bienestar y
estabilidad pasajera, alegría y consumo desmedido.
Por eso descreo que el arte
de la política sea suficiente para generar estabilidad emocional y felicidad. Al
contrario, creo que la única receta para el bienestar verdadero es la sensación
de equidad, de orden social y justicia.
Si Cristina Kirchner no termina
en la cárcel – ante tanta evidencia por tanta corrupción – Argentina corre el
riesgo de seguir siendo un país pensado en lo inmediato, como se fue
construyendo décadas tras décadas. Si termina en la cárcel, pese a que al
principio tal vez se originaría desestabilidad política con mayor polarización,
protestas y trifulcas, se estaría dando un salto cualitativo hacia un país más
estable pensado a largo plazo.
Un país con justicia equitativa,
firme y enérgica, permitiría neutralizar las actitudes mesiánicas de los
outsiders de la política, esos que en todos los países llegan aupados de
popularidad pasajera por el hecho de levantar la voz con fuerza contra los
corruptos; pero, que a la postre, terminan imponiendo sus personalismos y cometiendo
los mismos errores que sus antecesores.
El arte de la política debería
tener como prioridad la creación de sistemas en los que los ciudadanos sientan
y vivan en estado estable y progresivo de equidad e igualdad. De lo contrario
la gente seguirá opinando que la democracia no le satisface. En realidad, lo
que la gente no logra distinguir es que la imperfección democrática deviene del
irrespeto al mejor atributo de una república: la división de poderes.
La tendencia es elocuente.
En los países que la justicia ha sido o es secuestrada por el poder político,
los líderes mesiánicos y los populistas tienen mayores opciones, aunque estas
terminen siendo pasajeras. Ejemplos sobran y están en cada extremo del dial
ideológico, desde Alberto Fujimori a Hugo Chávez.
Ante este ejemplo, algunos
podrían pensar que lo mismo está sucediendo en EE.UU. con Donald Trump, dueño
de un estilo similar al de los populistas latinoamericanos. Pero para decepción
de muchos, incluidos periodistas, académicos y ciudadanos en general, los
estilos o las formas pueden ser parecidos, pero no lo es el fondo de la
cuestión. Trump está limitado por un sistema con justicia independiente, algo
que se observa a diario cuando jueces federales o de jurisdicciones locales le
salen al cruce con fallos que detienen sus ideas y aspiraciones sobre
inmigración y salud pública, entre otras disciplinas.
La verdadera independencia
de un sistema republicano de gobierno deviene del blindaje que tiene el poder
judicial, que debe tener un grado de independencia con mayor peso que otros
poderes. La independencia del poder legislativo también es necesaria pero no es
trascendente, ya que los legisladores siempre tendrán que obedecer a sus
lealtades políticas, ideológicas y las posturas que le manden sus partidos
políticos.
Los grandes saltos cualitativos de los países
desarrollados no solo se han dado por las victorias políticas y en los campos
de batalla, sino también por las grandes decisiones judiciales. Por eso siempre
preferiré un país con una justicia fuerte que con políticos fuertes. Prefiero un
país donde los políticos tienen que vivir con los límites que impone la
justicia y no a la inversa. trottiart@gmail.com
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