La Comisión Interamericana
de Derechos Humanos (CIDH) siempre fue caja de resonancia de los abusos de
poder y la falta de justicia en América Latina. Sin embargo, paradójicamente, quienes
acuden a ella suelen transformarse en víctimas de sus propias denuncias.
Esta vez les tocó el turno a
periodistas argentinos y ecuatorianos. Desde sus gobiernos les llovieron todo
tipo de insultos después que denunciaron ante la CIDH que son perseguidos por
sus críticas, opiniones y denuncias, como fue el caso de Magdalena Ruiz Guiñazú
y Joaquín Morales Solá, quienes actuaron en representación de un grupo de
colegas.
La embajadora argentina ante la OEA,
Nilda Garré, en vez de neutralizar las denuncias con la posición del gobierno,
prefirió descalificarlos, acusándolos de “victimizarse”, de ser “voceros de
grupos monopólicos que resisten los avances democráticos” y de orquestar campañas
contra las políticas nacionalistas en Latinoamérica. Todo esto, después de
que por años, la CIDH le negara una audiencia a los periodistas ante las
presiones del gobierno.
Este arrebato en contra de
quienes fueron a denunciar violaciones a los derechos humanos, se dio,
paradójicamente, al mismo tiempo que el gobierno de Cristina Kirchner anunciaba
con bombos y platillos, el descubrimiento de “listas negras” de la última
dictadura. Y mientras se daban los nombres de los más de 300 artistas,
intelectuales y periodistas que los militares consideraban blancos debido a sus
denuncias y posición política, el gobierno tomaba represalias contra los
denunciantes actuales, como el caso de Ruiz Guiñazú, a quien le cayeron
inspectores de la AFIP, buscando pruebas por ingresos pasados.
El mensaje fue muy claro. Aunque no existe la burda censura directa,
los insultos y los inspectores buscan intimidar para generar autocensura. Una
forma de disciplinar a periodistas, críticos y díscolos; de la misma forma que
se persigue económica, legal y judicialmente a muchos medios y empresas
privadas por no plegarse a los designios del gobierno.
La misma actitud la asumió el presidente
ecuatoriano, Rafael Correa. Arremetió contra un grupo de periodistas que lo
denunció ante la CIDH por violaciones directas a los derechos humanos e
intimidar con acciones judiciales e insultos públicos que suelen terminar en
agresiones. Correa, más allá de que sus funcionarios no acudieron a la
audiencia, la calificó de “payasada” y de “una más de los perdedores de las
elecciones y la burocracia internacional”.
En ambos casos, se trata de un doble estándar de
estos gobiernos. Sus democracias se construyeron, en parte, gracias a las
denuncias que las víctimas de las dictaduras pudieron hacer ante organismos
internacionales. Fue justamente una misión de la CIDH a Argentina en 1979, la que
despertó la reacción internacional contra la dictadura militar, que por aquel
entonces, estaba empecinada a mejorar su imagen externa con el eslogan de “Los
argentinos somos derechos y humanos”, pretendiendo enmascarar las graves violaciones
a los derechos humanos.
En el caso argentino es
obvio que no se puede comparar la persecución en dictadura a las de este
gobierno. Entre 1976 y 1983 desaparecieron 93 periodistas y cientos debieron
exiliarse. Pero por menos grave que sean las violaciones ahora, no tiene por
qué coartarse el derecho de quienes quieran denunciarlas o se consideren
víctimas de opresión.
El caso ecuatoriano es aún
más grave. Correa, enojado por informes sobre derechos humanos desfavorables a
su gobierno, no solo protesta, sino que lideró una campaña internacional contra
la CIDH, acusándola de “brazo del imperialismo” y amenazando con la renuncia de
su país a esa jurisdicción. Algo que concretó Nicolás Maduro, quien prefirió
sacar a Venezuela del sistema interamericano, antes que responder por graves
atentados a los derechos humanos cometidos en su período y en el de su
antecesor.
Estos gobiernos, como el argentino y el
ecuatoriano, que se autocalifican de campeones de los derechos humanos, en
lugar de admitir errores o investigar las denuncias, prefieren perseguir y disciplinar
a sus críticos con tal de que haya una sola verdad, la oficial. Siempre, con
una actitud marcadamente defensiva, prefieren atacar a quienes hacen preguntas
o denuncias, a tener que rendir cuentas como les exige su mandato.
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